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Panteón

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Asunción. En el discurso inaugural de Fernández en el Congreso, el héroe fue el radical Raúl Alfonsín. | pablo cuarterolo

En los países cuyo sistema político y costumbres públicas admiramos, la resolución del conflicto no liquida las diferencias, sino que las tramita, las encara y, también, sabe diferirlas. Las sociedades democráticas modernas no son unánimes (piénsese en los países europeos e, incluso, en Estados Unidos). No es progresista ni democrática la aparente unanimidad en Venezuela o Cuba, donde el Estado y el gobierno la imponen a los ciudadanos.

Tanto nos hemos peleado los argentinos, que el recuerdo de esos encontronazos llevó a muchos a ilusionarse con una fantasía bobalicona de acuerdo constante que, por supuesto, no se logra y, en consecuencia, la decepción marca cada uno de los capítulos de ese sueño unificador que, de cumplirse, se convierte en pesadilla.

Raúl Alfonsín, un político de diálogo, no padecía la añoranza del unanimismo. Era capaz de subirse a un púlpito para polemizar con el sermón de un cura o irrumpir, fuera de programa, en la inauguración de la tradicional exposición de la Sociedad Rural. Ese estilo lo volvía admirable. Solo lo poseen políticos inteligentes y originales, audaces y, al mismo tiempo, responsables. No era un aventurero, pero tampoco un condescendiente.

Obligaciones compartidas. Reconocer las obligaciones compartidas es la única unanimidad deseable para la democracia: pagar impuestos en vez de evadirlos, por ejemplo. Es hipócrita un discurso político que no sostenga en primer lugar esas obligaciones compartidas y pase, directamente, a los capítulos sencillos, cuyos títulos son metáforas poco explicativas como “cerrar la grieta”.

¿Qué grieta? La que queda descripta en muchas de las medidas que anunció Alberto Fernández en su discurso ante el Congreso: la línea que separa a los que comen todos los días de los que comen salteado; la línea que separa a los adolescentes que quedan a la deriva de los que permanecen en la escuela secundaria hasta el final (el secundario es el primario de la época de Sarmiento o de Yrigoyen). La línea que separa una chica que es madre a los catorce años de una de veinte que termina la escuela, conoce algún trabajo y elige tener un hijo. La línea que separa a una universitaria, aunque no haya conseguido el puesto que cree que le corresponde, de una semialfabetizada. Esas son las divisiones que tienen peso para siempre y definen trayectorias. No la discusión, durante un asado de domingo, sobre si Macri fue mejor o peor que Cristina.

Afortunadamente, Alberto Fernández no eligió canciones fáciles. Los temas de su discurso indican que cree que la separación es mucho más socioeconómica que ideológica, si es que se quiere llamar ideología a los gritos de los manifestantes que, durante el último acto de Macri, dijeron que en la elección presidencial se había hecho fraude para favorecer a Fernández, lo cual sería un caso extremo de originalidad, ya que el control administrativo de las elecciones nacionales estuvo a cargo de las agencias designadas o contratadas por el gobierno nacional que perdió. La política es así de ininteligible.

Arquitectura cívica. Como sea, la Argentina ha dado un paso gigantesco. No me refiero solamente a la serie histórica de presidentes de los últimos cuarenta años. Me refiero a que, por primera vez, se ha comenzado a construir un panteón nacional.

Todos los países con continuidad política a los que deseamos que la Argentina se parezca acuerdan un panteón de grandes figuras nacionales, aunque sigan abiertos los debates historiográficos. En el de Francia, por ejemplo, están juntos Rousseau y Voltaire, que se apreciaron muy poco en vida y difirieron en casi todo. Hoy, cuando para simplificar se abusa de la palabra relato, un panteón es el relato arquitectónico y escultórico del acuerdo sobre el pasado. El panteón implica que existe una idea común sobre el curso de la historia nacional y por lo tanto están allí quienes fueron las figuras de primer orden, aunque hubieran sido enemigas constantes. Los debates de los historiadores corren por otras vías, incorporan desconocidos archivos documentales, revisan las certidumbres pretéritas y exploran nuevas fuentes. El panteón nacional se construye según dos regímenes diferentes: el de la política y la ideología y el de la historia.

Con el ingreso de Alfonsín al nuevo panteón nacional terminó la llamada transición democrática

No hay panteón que carezca de héroes. En el discurso de Alberto Fernández, el héroe fue Raúl Alfonsín. Ha nacido un prócer. En la renovación siglo XXI del panteón argentino no están en el primer círculo los clásicos del peronismo sino el presidente que hizo posible el Nunca Más y el juicio a las juntas militares. Treinta años le tomó a un presidente peronista hacer este reconocimiento, ya que Fernández fue el primero que lo hizo citando una frase de Alfonsín, que muchos peronistas solían no apreciar o convertir en objeto de ironía, cuando la pronunció en su discurso de asunción presidencial, el 10 de diciembre de 1983: “Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”. Fernández no necesitará retroceder y recordarlo a las apuradas, como necesitóό Néstor Kirchner después de haberlo olvidado en el acto de 2004 en la ESMA.

Fin de la transición. Con el ingreso de Raúl Alfonsín al nuevo panteón nacional ha terminado lo que se llamó la transición democrática. Los cientistas políticos la caracterizan de otro modo. Pido permiso para definirla culturalmente: la transición democrática se ha cumplido cuando un presidente peronista reconoce que un presidente radical fue el punto inicial de la época de la cual el peronista aspira a formar parte.

Hace poco recordaba una frase de Marc Bloch: “La incomprensión del presente nace de la ignorancia del pasado”.

La figura de Raúl Alfonsín en el panteón argentino indica que empezamos a entender nuestro pasado y que, caso excepcional en la Argentina, tal comprensión solo nos tomó dos o tres décadas y no medio siglo de discusiones entre revisionistas y liberales.

El panteón, que parece finalmente haber alcanzado un acuerdo amplio, da las claves de los debates importantes en el futuro inmediato. Las ilusiones de Alfonsín sobre una democracia institucional más profunda e integradora pueden volver a examinarse con la mirada puesta en los cambios sucedidos durante casi tres décadas. Porque un panteón es eso: ordenar el pasado, pero mirar el futuro.

La prueba del presente está en la discusión permanente de las estatuas y las jerarquías del panteón. Se los discute porque no son un tributo a los muertos venerables sino una incitación a la experiencia viva del presente. Voltaire y Rousseau juntos en el Panteón de París son un ideal difícil, cuya complejidad es fascinante. Alfonsín en nuestro panteón criollo prueba que el peronismo ha aprendido. Esto importa, porque un país es la conflictiva suma de sus representaciones. Conflictiva, porque en el panteón no reina la paz de los sepulcros.

Valor del conflicto. El panteón también puede ser un campo de batalla. Lo subrayo para evitar la actual pasión por el diálogo como forma de la buena conciencia política. El conflicto es tan indispensable como el diálogo que, eventualmente, puede impedir que los intereses más opuestos no terminen en guerra.

La superstición bien pensante del acuerdo permanente es tan falsa como la reducción de toda política a guerra. Una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue la que tomó el ministro de Salud, Ginés González García (también responsable, en agosto de 2002, de la histórica ley de medicamentos genéricos durante el gobierno de Eduardo Duhalde). Fue derecho a un tema conflictivo con los poderes terrenales de la Iglesia: la actualización del protocolo de interrupción legal del embarazo (ILE) y el objetivo de que todas las provincias lo adopten.

No solo la medida es importante sino que, al figurar entre las primeras del nuevo gobierno, pone de manifiesto la autonomía de la política sanitaria respecto de las perspectivas confesionales. La ILE es una prueba de laicismo e independencia del Estado. Queda la incógnita sobre cómo responderán los caudillos federales, que Alberto Fernández cultivó en su camino a la presidencia.