Me gustan las dedicatorias de los libros. No las que te arruinan un ejemplar que esperaste durante siglos de reencarnaciones deseosas, sino las de los propios autores.
Se supone que aspiran a que el mencionado sea feliz, como mínimo feliz; un instante de felicidad capaz de apagar miles de momentos de amargura. Se supone que el mencionado pensará algo parecido a “Escribió esto pensando en mí”; o como mínimo “en el momento de escribir esta dedicatoria pensó en mí”, lo que no es menos feliz que la idea de alguien escribiendo una larga obra teniendo in mente a alguien. O a algo.
Céline dedicó su última novela, Rigodón, “a los animales”. Nabokov, es sabido, dedicó religiosa, pulcra, escuetamente, todas sus novelas “a Vera”. T.E. Lawrence dedicó su precioso El troquel “a Edward Garnett”, pero aclaró más abajo: “Usted soñó que yo venía una noche, gritando: ‘He aquí una obra maestra. Quémela’. Bueno. Como quiera.” De modo que en una dedicatoria también cabe la propia crítica sobre lo escrito. Tal vez la más encantadora dedicatoria de la que tengo memoria es la que Donald Westlake puso al comienzo de La luna de los asesinos. Sencillamente dice: “Hola, Abby”. No sé quién será o habrá sido esa Abby, pero no dejo de imaginármela sorprendida al primer contacto con el libro. Una dedicatoria así no tiene sentido si no viene acompañada de un verdadero efecto sorpresa, y como conozco a Westlake y sé lo aficionado que era a las sorpresas, doy por descontado que Abby no tenía idea de que ese libro iba a comenzar saludándola de un modo tan simpático. Los británicos, que aman a los perros, suelen dedicarles sus libros, lo que es sin duda de una estupidez inolvidable, como las que rezan “in memoriam”. Los muertos y los perros no pueden leer. Hasta ahora.
Dedicar un libro “a mis padres” es en cambio de una estupidez olvidable. Creo que Enrique Vila-Matas, cuando dedicó tantos libros suyos “a Paula de Parma”, no pudo ceder a la tentación de la cacofonía. Paula de Parma es un nombre hermoso.
Cristobal Serra dedicó su Viaje a Cotiledonia “a los habitantes del albaricoque terrestre”. Linda. Los más penosos son los escritores que dedican su libro a otro escritor, como hace Don DeLillo en Cosmópolis: “a Paul Auster”. Anthony Burgess dedica su Jesús de Nazareth “a Liana”, pero luego incluye un texto en griego que es de suponer que Liana pudo entender. El doctor está enfermo también está dedicado “a Liana”, pero esta vez sin cita en griego. Me gusta mucho la dedicatoria con la que Sara Paretsky abre Punto muerto: “a Lucella Wieser, una dama que navegó por estos mares con inteligencia y gran valor durante más de ciento seis años”. Tal vez es un poco anodina, pero lo que pasa es que me gusta todo lo que escribe Paretsky.
Sin embargo, prefiero el modo de dedicar de Arno Schmidt, que mantiene en vilo la dedicatoria hasta el final, concluyendo los breves poemas con los que abre algunas de sus nouvelles con un “para Alice”. Me gusta ese modo de haberle hecho creer a Alice que se había olvidado de ella, cuando todos sabemos que eso es imposible. Me gusta tanto que yo mismo voy a hacer lo mismo ahora. Para Flor.