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A muchos periodistas de la era Milei les faltan preguntas y tienen más certezas que dudas. | Pablo Temes

El intento de asesinato contra Cristina Kirchner, el mayor atentado contra la democracia producido en las últimas décadas, aceleró en la Argentina una discusión que ya se viene instalando en gran parte del mundo sobre la responsabilidad que deben asumir los medios de comunicación en la difusión, consolidación y amplificación de la polarización extrema sobre la agenda pública. Una pistola gatillando a tan solo diez centímetros de la cabeza de una de las principales dirigentes políticas de este país obliga a reflexionar sobre qué se debe hacer para poner coto a las voces que alimentan, impulsan y promueven discursos cargados de odio en la prensa.

Desde que, afortunadamente, la bala que apuntaba a Cristina Kirchner quedó trabada en la recámara, evitando un terrible magnicidio y el inicio de una feroz espiral de virulencia con resultado incierto y peligroso, el Gobierno impulsó un debate sobre la raíz de la violencia política que se genera en los medios. En ese sentido, son muchas las preguntas que deben ser formuladas: ¿debe existir un límite para la libertad de expresión? Si así lo fuera, ¿cuál sería ese límite? ¿Quién y cómo sería, entonces, el que establezca qué hacer cuándo se pasa ese límite? Y, lo que es aún más inquietante: ¿qué es lo que diferencia ese supuesto límite democrático de lo que sería una simple y llana censura antidemocrática?

Hace algunos años se produjo esta controversia en los Estados Unidos, cuando la redacción del New York Times decidió condenar una columna que había sido publicada en ese mismo diario, firmada por el senador republicano de Arkansas, Tom Clotton, en medio de la revuelta antirracista conocida como “Black Lives Matter”. En su proclama, Clotton apelaba a la intervención de las fuerzas militares para reprimir las manifestaciones que cada noche se producían en las principales ciudades estadounidenses, en rechazo al asesinato de George Floyd, un afroamericano que fue asfixiado con crudeza por un policía blanco, a pesar de no haber opuesto ninguna resistencia y sin haber cometido ningún delito.

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La columna de Cotton se titulaba “Send the trops” (Envíen las tropas) y exigía, sin ninguna metáfora, una militarización de las calles para criminalizar las protestas organizadas por asociaciones de afroamericanos, en lo que hubiese provocado, sin dudas, una tragedia. “Esta semana, los manifestantes han sumido a muchas ciudades estadounidenses en la anarquía, recordando la violencia generalizada de la década de 1960 (…) La Nación debe restablecer el orden. El ejército está listo (…) La Ley de Insurrección autoriza al Presidente a emplear a los militares ‘o cualquier otro medio’ en ‘casos de insurrección u obstrucción a las leyes’”, enfatizó Cotton.

Varios redactores del New York Times cuestionaron a la dirección del medio por permitir la publicación de un artículo que “ponía en peligro, incluso, a los periodistas negros” que también escribían sus opiniones en esa sección. El ex jefe de Opinión del Times, Sewell Chan, se sumó a las críticas para advertir que la decisión de brindarle ese espacio a Cotton excedía “las buenas prácticas periodísticas”. A la vez que varias decenas de miles de suscriptores anularon su membrecía online al diario neoyorkino, en claro rechazo a la decisión editorial.

Pocas semanas después de la aparición de esa vergonzosa columna, James Bennet, el editor de la sección de Opinión del New York Times, terminó renunciando a su puesto tras pedir disculpas y asumir su error. No fue necesaria ninguna ley que establezca los principios de lo que se puede o no se puede publicar. La presión social y la misma redacción del Times fueron suficiente.

Es hora de que los periodistas pidamos perdón y nos hagamos cargo.

Otro caso interesante de analizar se produjo en Francia en la década del setenta, cuando el profesor universitario Robert Faurisson se convirtió en un emblema del negacionismo del Holocausto tras publicar una serie de artículos en Le Monde. En sus escritos para el periódico parisino, Faurisson negaba la matanza sistemática de judíos durante el nazismo, sostenía que no había pruebas de la existencia de cámaras de gas en los campos de concentración del Tercer Reich y hasta ponía en duda la autenticidad del Diario de Ana Frank.

Tuvieron que pasar algunas décadas para que la legislación francesa le pusiera freno a tan nefasta proclama: tras la aprobación de sanciones contra la negación del Holocausto en los noventa, Faurisson fue procesado, multado y destituido de su cargo académico. Otra vez: no fue necesaria una ley contra los medios, sino una indispensable ley contra la apología del nazismo.

Pero la polémica trepó a un impensado nivel cuando Faurisson incluyó en uno de sus libros un texto de Noam Chomsky para utilizarlo como prólogo, sin la previa autorización del lingüista estadounidense. En ese breve ensayo, titulado Algunos comentarios elementales sobre los derechos de libertad de expresión, Chomsky defendía todo tipo de libertad de expresión, advirtiendo que los gobiernos no pueden ni deben ejercer ningún tipo de censura sobre ninguna publicación.

Curiosamente, cuando supo que Faurisson había utilizado su texto sin aprobación, Chomsky no dudó en apoyarlo, reiterando que la libertad de expresión no debe tener limitación alguna.

“Desde que comenzó a hacer públicos sus hallazgos, el profesor Faurisson ha sido objeto de una feroz campaña de hostigamiento, intimidación, difamación y violencia física en un crudo intento por silenciarlo. Funcionarios temerosos incluso han intentado evitar que investigue, negándole el acceso a bibliotecas y archivos públicos. Protestamos enérgicamente por estos esfuerzos para privar al profesor Faurisson de su libertad de expresión y condenamos la vergonzosa campaña para silenciarlo”, se podía leer en la solicitada que Chomsky firmó en 1979 junto a otros intelectuales en medios franceses.

No obstante, nada decía esa solicitada sobre los embusteros “hallazgos” de Faurisson en los que negaba los crímenes de Adolf Hitler. Es que para Chomsky el problema no reside en la publicación de esas falacias, sino en el tipo de debate público que se plantea sobre esas mentiras: la solución que propone Chomsky para hacer frente a los discursos de odio es contraponer al fraude y al engaño con información veraz y argumentación racional, en un espacio de total garantía de la libertad de opinión.

¿Debe haber un límite para la libertad de expresión? ¿Cuál sería ese límite?

Pero el rechazo a Chomsky fue muy alto en la opinión pública francesa y no pudo editar sus trabajos en Francia hasta varias décadas después de este incidente, por lo que decidió escribir Comentarios elementales sobre el derecho a la libertad de expresión. “Las conclusiones de Faurisson son diametralmente opuestas a mis puntos de vista, que he expresado en varias publicaciones, por ejemplo, en mi libro Paz en el Oriente Medio, donde describo el Holocausto como la peor muestra de locura colectiva en la historia de la humanidad –advirtió el profesor del MIT–. Pero es elemental que la libertad de expresión no sea restringida a los puntos de vista que uno aprueba, y es precisamente en el caso de puntos de vista que son casi universalmente descartados o condenados, que este derecho debe ser defendido con mayor fuerza. Resulta sencillo defender a aquellos que no necesitan defensa o unirse a una condena unánime de la violación de los derechos civiles cometida por un oficial enemigo”.

Chomsky plantea la distinción conceptual entre “apoyar el punto de vista de alguien” y “defender el derecho a decirlo”. Y en Su derecho a decirlo, un texto publicado en The Nation, Chomsky completó: “Me parece escandaloso que sea todavía necesario debatir sobre esto dos siglos después de que Voltaire defendiera el derecho a la libre expresión de ideas que él mismo detestaba”.

Acuerdo con la filosofía de Chomksy: la libertad de expresión no puede ni debe dirimirse en un Ministerio, porque la buena (o mala) fe de un funcionario no debe nunca intervenir sobre la buena (o mala) fe de un periodista.

Pero eso no significa, no obstante, que los periodistas creamos que tenemos el derecho a ejercer nuestro oficio sin ningún nivel de compromiso y violando todos los límites. Todo lo contrario: los que ejercemos nuestro trabajo en los medios de comunicación tenemos la obligación moral de ser extremadamente responsables cuando las fake news se viralizan a la velocidad de la indignación y cuando los odiadores seriales se disfrazan de comunicadores profesionales.

La ética periodística no siempre se impone. Solo resta mirar televisión, escuchar radio o navegar portales de noticias durante los días posteriores al atentado en Recoleta para comprobarlo: para algunos colegas, el arma que cargaba Fernando Sabag Montiel fue empuñada por políticos de la oposición; para otros colegas, no hubo ningún ataque, simplemente se trató de un montaje. Durante estos últimos días, algunos colegas llegaron a aprobar posturas tan agresivas y polémicas como reclamar la pena de muerte para delitos por corrupción o exigir que se anule el juicio de la causa Vialidad. No son simples opiniones en el marco de la libertad de expresión, son adjetivaciones que incitan a la violencia. Y son ejemplos graves. Muy graves.

Pero no es la primera vez que eso ocurre en los medios argentinos. Al presidente Alberto Fernández algunos colegas lo han llamado genocida, culpándolo de las muertes producidas durante la pandemia. Y, un par de años antes, otros colegas han dicho que el gobierno de Mauricio Macri era semejante al de una dictadura. Hay colegas que celebraron las máquinas excavadoras en Santa Cruz, aduciendo que Cristina Kirchner escondía dinero en bóvedas ocultas. Y hay colegas que celebraron la maqueta de un helicóptero que decía “Macri” en una marcha del 24 de Marzo. No son simples opiniones en el marco de la libertad de expresión, son adjetivaciones que incitan a la violencia. Y son ejemplos graves. Muy graves.

Hay colegas que han sonreído frente a cámara al escuchar en vivo alusiones tan disparatadas como el supuesto consumo de alcohol de Patricia Bullrich o la supuesta adicción a los videojuegos de Máximo Kirchner. También hubo colegas que pusieron en duda los problemas de salud de Florencia Kirchner, cuando tuvo que ser internada en Cuba, porque sostenían que, en verdad, quería escapar de la justicia. Y hubo colegas que apoyaron el pedido de probar las pistolas taser “en la hija de Macri o los hijos de la Vidal” durante el gobierno de Cambiemos, sin cuestionar que ese reclamo había sido formulado por dirigentes que presiden organismos de derechos humanos. No son simples opiniones en el marco de la libertad de expresión, son adjetivaciones que incitan a la violencia. Y son ejemplos graves. Muy graves.

Nada de esto es ficción: todo lo aquí mencionado forma parte del archivo producido por el “ejercicio periodístico” durante los últimos años. ¿Cuál es el límite para todo esto? Y lo que es más grave: ¿dónde termina todo esto?

Es hora de que los periodistas pidamos perdón y nos hagamos cargo de lo que nos toca por haber llegado a este extremo. Solo una profunda reflexión autocrítica de los que trabajamos en los medios permitirá revertir esta situación. Todos los que tenemos algún tipo de responsabilidad social sobre la opinión pública tenemos que asumirlo: estamos ante un punto de inflexión que puede no tener retorno.