La Unión Soviética sostuvo la carrera de extraordinarios artistas del siglo XX, al igual que el nacismo, que financió, por ejemplo, a la gran Leni Riefenstahl, o el fascismo, que produjo un cine de calidad en el que trabajaron ilustres del neorrealismo futuro, como Vittorio De Sica. La Iglesia había hecho lo propio mucho antes, durante los periodos en los que se expandió de la mano de lo que ahora llamamos Arte Universal. Las mayores mezquitas del mundo se pagaron con la plata de estados teocráticos; de fundaciones y mecenas salieron incontables obras que vemos desde hace décadas en museos, muchos filósofos célebres y activistas. Es que la financiación institucional de artistas o pensadores no siempre da como fruto algo panfletario y efímero, aunque, cuando vemos mucho de lo hecho por quienes se identifican con el oficialismo local, encontremos productos cuyo alcance apenas excede lo que tarda en pasar la información por el timeline, muro o feed de una red social. Entrampada en la lógica del algoritmo y los medios, la política se derrama sobre audiovisuales, libros y conferencias. A la pauta, se suman municipios, sindicatos y privados amigos de la gestión que apuestan a un nicho ultra especifico de consumidores. Las propuestas plantadas del “lado del bien” pueden venderse como un aporte al pensamiento, el arte o la cultura de raigambre nacional y popular, no importa si se referencian en Estados Unidos, si se apoyan en pedagogías intransigentes o si pecan de berretas. Con la agenda pública como vector temático de ensayos, ficciones y perfos, la producción cultural oficialista se arriesga a la existencia fugaz de un diario en papel.
Así como un plan social puede mejorar momentáneamente la vida de alguien, pero también convertirse en una herramienta rechazada hasta por sus beneficiarios si no acompaña al crecimiento económico y al trabajo real, la producción cultural de propaganda puede ser mucho más que propaganda, o pan para hoy y hambre para mañana.
De acá a veinte años (no vamos a pedirle a la era digital la eternidad que reclamamos a la historia), algo de lo desarrollado en plan creativo por el oficialismo actual quizás sobreviva, rompiendo las barreras del tiempo y el partidismo. En esa subsistencia, si es que ocurre, comprobaremos que no todo era planerismo cultural. Si tantas expresiones trascendieron a los regímenes, filántropos o aparatos que las apuntalaron, otras pueden seguir haciéndolo sin sucumbir al capricho de la coyuntura, esa argamasa perecedera –y a veces maloliente– con la que subsistimos los periodistas.