Los cambios culturales que atravesamos presentan dificultades para darle inteligibilidad y sentido a nuestro modo de vida. Esto supone enormes desafíos políticos, sobre todo para definir ese sentido. El reconocimiento de dichos cambios es imprescindible para recrear una sociedad nueva y un nuevo tiempo. No hay perspectiva de superar la debilidad de la política si no se fomenta el surgimiento de una ciudadanía con el poder suficiente para ir en esta dirección.
Son muchas las prácticas culturales habituales en nuestras vidas a partir de las cuales nos vamos constituyendo como ciudadanos. Y hoy tenemos que volver a aprender a escuchar, compartir esas prácticas. De una cultura del simulacro a una cultura del encuentro con la experiencia.
En este marco, hay que repensar cómo actúa la cultura a través de la pasión, qué ocurre con nuestra capacidad de ser afectados, con la posibilidad de que algo nos duela o nos entusiasme. Privados de un mundo público y de historia, las pasiones íntimas se aproximan a las fronteras de la locura o desembocan en la metamorfosis del ciudadano en empresario o víctima. En esta encrucijada, la política oscila entre tomar en cuenta a la víctima y el elogio del éxito.
Como –temerosos– no podemos hablar de nuestras pasiones ocultas y nos hemos acostumbrado a no revelar demasiado, proyectamos en algún otro lugar las violencias salvajes y arcaicas de las que nos creemos curados. Si las pasiones no se dicen como ayer, cuando aparecen nuevas formas de violencia –en la política o en la sociedad–, hay que auscultarlas sin demora. Hay que remontar el curso de las pasiones.
Más que rendirse ante el dolor, será mejor escuchar los malestares ocultos en las mentes y los cuerpos, para generarles una historia. Para salir del miedo y sus parálisis, hay que tomarse el tiempo de adquirir los recursos físicos, estéticos y políticos de ese movimiento, hay que armonizar la vida privada y la esfera pública. El futuro de las democracias pasa por una exigencia política sin la cual las pasiones cotidianas serán cada vez más difíciles de soportar.
¿Cómo reencontrar el sentido de la historia, una capacidad de orientación? Sólo otorgando una visibilidad a esas pasiones cuya tendencia es ir a perderse en el horizonte. Es tarea de la política –en su acepción más amplia– traducir las tensiones y discordias que nos atraviesan, darles una expresión que permita bordear los precipicios hacia los cuales se deslizan. La política debe escuchar esas pasionales confesiones de seres cada vez más solitarios
*Sociólogo.