Quince meses después del giro estratégico resuelto por Estados Unidos en Irak, que implicó el envío de 30.000 soldados adicionales a los 130.000 ya desplegados en ese país, el general David H. Petraeus, jefe de las fuerzas norteamericanas y aliadas, testimonió ante el Congreso estadounidense el martes y el miércoles de esta semana.
Lo más significativo del informe de Petraeus no fue su enumeración de los progresos y limitaciones de la situación de seguridad en Irak. Manifestó que las mejoras han sido “relevantes, pero dispares”, y que el cuadro estratégico iraquí, no obstante sus notorios avances, permanece “frágil y reversible”.
Lo decisivo de la exposición de Petraeus fue su caracterización de la naturaleza del conflicto. La pregunta estratégica fundamental no se refiere a las opciones operativas del “qué hacer”, sino al intento de establecer, en términos políticos e intelectuales, “de qué se trata”.
“En septiembre de 2007 describí la naturaleza fundamental del conflicto en Irak como una competencia entre comunidades étnicas y sectarias por el poder y los recursos. Agregué que esa competencia continúa fuertemente influenciada por actores externos –Irán y Siria–, y que su resolución constituye la clave para producir una situación de estabilidad de largo plazo en Irak”, señaló Petraeus. Habría que agregar que esa “competencia por el poder y los recursos” que caracteriza al conflicto de Irak tiene como punto de partida, en su versión intransferiblemente contemporánea, la desintegración del Estado iraquí provocada por la caída del régimen de Saddam Hussein en mayo de 2003.
El rasgo específico de la intervención militar norteamericana fue la decisión de culminar la operación con la remoción del régimen del partido Baath, liderado por Saddam Hussein.
Irak resultó así, en 2003, un “Estado fallido”, ocupado por fuerzas de catorce países, primordialmente norteamericanas.
Por eso, el conflicto de Irak no es una guerra civil (puja entre dos facciones que disputan el poder del Estado mediante el recurso a las armas); ni tampoco una insurgencia nacional contra la ocupación extranjera. Son al menos seis los actores del conflicto iraquí que, a través de la violencia, pujan en la competencia étnico-sectaria: las redes terroristas de Al Qaeda, los insurgentes (integrados por las antiguas milicias del partido Baath y los cuadros de la disuelta Guardia Republicana), las milicias extremistas sunnitas y chiítas, los combatientes kurdos y las bandas del crimen organizado. Esas fuerzas ejercen la violencia unas contra otras y orientan usualmente su elevada aptitud letal contra la población civil, y sólo accesoriamente golpean a las fuerzas extranjeras. Los líderes de Al Qaeda (Osama bin Laden y Abu Musab al Zarkawi), que consideran a Irak el frente principal de su estrategia global, envían sistemáticamente fondos, orientaciones estratégicas y combatientes extranjeros. Los Estados vecinos (Irán, Siria) constituyen los mayores desafíos del conflicto. Siria es la sede de las principales redes de sostén de Al Qaeda e Irán es un protagonista directo, a través de su respaldo político, logístico y estratégico a las milicias chiítas más radicalizadas (Al-Sadr) y su apoyo a los grupos terroristas “especiales”. El régimen iraní tiene también influencia significativa sobre el gobierno de la mayoría chíita de Irak, como quedó de relieve en la reciente visita del presidente Ahmadinejad a Bagdad. Si el punto de partida del conflicto iraquí es la desintegración del Estado, provocada por la intervención norteamericana de 2003, el punto de arribo –la “victoria”, en términos estratégicos– no es un triunfo militar, sino la reconstrucción y la estabilidad de un sistema estatal legítimo y eficaz, ante todo en materia de seguridad pública.
Pero si el triunfo militar no es la “victoria”, no hay reconstrucción estatal en Irak sin un sólido restablecimiento de la dimensión de seguridad. En este punto, Petraeus señala que “parecería haberse alcanzado un punto de inflexión”.
Son tres los aspectos que contribuyen a este logro, “frágil y reversible”, pero fundamental: el impacto del incremento de las fuerzas militares de EE.UU. en Irak, destinadas a permanecer entre la población civil de las áreas más conflictivas. Luego, su despliegue en todo Irak, no sólo para perseguir a Al Qaeda, sino también para combatir a las organizaciones criminales y las milicias extremistas. Por último, el giro actitudinal de ciertos elementos estratégicos de la población, que enfrentan a Al Qaeda y rechazan la violencia.
Si la victoria es la reconstrucción de un Estado viable y legítimo, la derrota sería –en los términos de Petraeus– el surgimiento de un “Estado fallido” en el país que constituye el eje de la región más estratégica del mundo. La gestión estratégica en Irak no es la victoria militar de EE.UU. o incluso, en el extremo, la retirada de sus fuerzas del territorio iraquí. El desafío central es que los logros de 2007 y comienzos de 2008 sean el fundamento de una situación sostenible de seguridad en Irak, en el largo plazo.