La postal de una catedral gótica ardiendo detonó una estampida de conversaciones medievales. Obsesivos de los símbolos, los medievales también hubieran comentado el rol putrefacto de la Iglesia y la sensación (siempre renovada) de fin de los tiempos, con una facción que llora mientras otra jura que solo desea bailar sobre la caída de Occidente. Que los dueños de Moët & Chandon, Balenciaga y Gucci sumen la catedral de Notre Dame a su cartera de inversiones de lujo nos dice algo: como la moda, la catedral es testigo de un dios al que tanto ricos como pobres pueden adorar, el signo espléndido de que entre los mendigos y señores todavía existe un dios (un mundo) en común.
Que los dueños de Moet & Chandon, Balenciaga y Gucci inviertan en Notre Dame nos dice algo
Occidente, en cambio, no es una preocupación para los futuristas: desde hace tiempo, su religión invierte en monumentos a la extinción. El templo millonario de Jeff Bezos es un reloj oculto en una montaña; diseñado para “representar el pensamiento de largo aliento” (el dios a semejanza de Bezos), una manecilla se mueve cada año y el cucú sale cada milenio. Elon Musk y Sir Richard Branson apuestan a flotas interestelares para escapar del planeta cuanto antes. Las naves de sus catedrales imaginan un mundo sin humanos –lo que haya quedado en el planeta no merecerá siquiera el nombre ni la vida que considerábamos humana. En este futuro el apocalipsis ya llegó: la memoria de la humanidad es para los que vengan a desenterrarnos.
“Veníamos a llevarnos la catedral del Cuzco a altamar/ la mansión de Dios subida arriba de nuestro portaaviones El Caravaggio”, canta el poeta chileno alucinante Diego Maquieira en su Rapto en la catedral de Cuzco, donde se imagina tripulando aviones Harrier que remolcan la Gran Catedral “surcando el cautiverio de los astros” hasta el Pacífico. El poema es una película y una utopía: los Harrier entran, como el fuego en Notre Dame, a volar por el interior de la catedral y, al abrigo del mar, la técnica salva la religión.