Creo que nadie analizó con seriedad académica el papel de la recomendación libresca en el flujo cultural argentino. Quien recomienda un libro está, a su modo, ayudando a saltar etapas, las mismas que con mucha probabilidad llevaron a quien recomienda el libro cuya lectura intenta compartir. Hay un camino, a veces fácilmente reconstruible, que lleva de un libro a otro, y que quien recomienda intenta hacernos ahorrar. A fin de cuentas, de eso se trata la cultura: de ahorrar tiempo.
El problema es que existe esa variante infame de la recomendación, que es la del librero que desconoce al lector por completo. El lector es el que pide más y más martirio, preguntando qué puede leer, como si el librero pudiera saberlo. Y el librero, que a fin de cuentas lo que quiere es vender libros, casi siempre accede, hablando de las virtudes de determinada novela, como si solo hicieran falta virtudes para que un libro pueda leerse.
Fui librero muchos años, conozco esos diálogos hipócritas, donde el engañado disfruta siendo engañado, y donde el engañador representa su papel tan a la perfección que hasta termina creyendo en las palabras que inventa, recomendando un libro que quiere sacarse de encima porque se equivocó al devolver la consignación, o porque fue escrito por un amigo, o por un enemigo, o porque sí. Solo en los casos en que el librero conoce –y mucho– al lector, la recomendación puede ser sincera y tener, a fin de cuentas, algún sentido en la dirección señalada más arriba; solo entonces puede convertirse en una herramienta de difusión cultural eficaz e irrefrenable.
Mis amigos me recomiendan libros, y yo acato. Yo recomiendo libros, y mis amigos acatan. Así funciona. Solo hay extraños casos en que sin ese lazo de amor y conocimiento la recomendación de todos modos extiende sus tentáculos y acomoda las piezas, sirviendo para algo. Puede ocurrir casualmente, cuando por ejemplo un desconocido, porque sí, nos señala un libro con el índice extendido diciendo: “Esto es bueno”. Me ha pasado una vez, y lamenté haberle hecho caso. Pero mi experiencia no es generalizable: puede ser de otro modo, puede resultar un libro imperdible que se deslizaba invisible ante nuestros ojos. Y ese índice oportuno hizo lo suyo.
Una vez, en los 90, trabajando en Gandhi, entró a la librería Roberto Carnaghi. Yo estaba de pie junto a la mesa de libros de ciencia ficción, y cuando se acercó lo saludé, y él también me saludó. Eso fue todo. Pero de pronto su vista se detuvo en la pila de La tierra permanece, de George R. Stewart, que Minotauro acababa de reeditar después de muchos años. Y lo que siguió fue uno de esos breves monólogos impulsados por el entusiasmo y el amor, en el que Carnaghi expuso la felicidad que le había deparado esa novela cuando la había leído, tantos años antes, y la felicidad que le deparaba ahora el hecho de que se hubiese reeditado. No me hablaba a mí, o tal vez sí, pero podía haberle hablado a otro, y hasta apuesto que de no haber habido nadie a su lado habría dicho lo mismo, hablando solo.
Carnaghi compró tres ejemplares, que se hizo envolver para regalo. En la pila había cuatro, lo que me lleva a suponer que el que quedaba era para mí. De manera que me lo llevé y lo leí.
Y tenía razón, fue una de las mejores novelas de ciencia ficción que leí en mi vida. Es ella la que desde entonces hizo que llevara siempre un martillo debajo del asiento del auto. Son cosas que no se entienden sin saber de qué trata la novela. Lean La tierra permanece. Recomienda Carnaghi.