El Congreso de la Nación tiene en sus manos la posibilidad de intervenir en uno de los problemas vitales de nuestra sociedad: el sistema judicial, que tiene a su cargo distinguir lo prohibido de lo permitido y expresar, mediante sus decisiones, la relación entre la ley positiva y los valores de la polis. Aunque es uno de los pocos temas en que hay un consenso general sobre la necesidad de mejorar el servicio público de justicia, existe mucho ruido en la esfera pública en derredor de la iniciativa del Poder Ejecutivo. No me voy a referir al proyecto de ley en sí mismo. Me interesa discutir el modo en que se va a tratar ese proyecto de ley, que recorre con vértigo la agenda de los medios de comunicación masiva. Me preocupan las formas porque pueden incidir sobre el fondo y el fondo se refiere a un aspecto vital, porque lo que está en el medio son los contornos de un poder del Estado.
Intereses. La vida pública siempre es ruidosa porque discutir los asuntos comunes, por los diferentes canales que proporciona la sedimentación democrática de la república, supone intereses y miradas diversas. Siempre que las diferentes perspectivas se enfrenten en el marco constitucional, la discusión es un alimento para la república porque es el modo en que el Estado debe definir el interés general en determinado tiempo. La pregunta que nace de inmediato es si todos los ruidos son buenos alimentos para la república.
Hay una respuesta desde el plano jurídico que es sencilla. Simplemente diría que el derecho constitucional a expresarse libremente admite cualquier intervención y que, eventualmente, cada actor deberá responsabilizarse por sus palabras. Esta respuesta es legal, pero yace en una concepción que separa la ley de cualquier dimensión ética.
Otra forma de pensar una respuesta es en clave republicana. Para ello me voy a apoyar en los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, de Nicolás Maquiavelo. El florentino, recordemos, señalaba que el motor de la libertad de la república romana fue la querella entre el “pueblo” y los “grandes”, que se desenvolvió entre mediaciones institucionales que favorecían, precisamente, la libertad.
Esa querella en gran medida se jugaba en palabras. Maquiavelo reconocía que los poderosos tenían más recursos que los pobres también para expresarse, pero era enfático en señalar que el Estado tenía la obligación de explicar al pueblo los asuntos públicos y que, fruto de esa suerte de docencia, todas las personas tenían la capacidad de emitir juicios basados en la comprensión de los temas. Afirmaba que todos somos “capaces de verdad… cuando un hombre digno dice la verdad”.
Acusados o calumniados. Esa dimensión ética de los asuntos públicos es vital para distinguir qué “ruidos” son buenos y cuáles no para la república. En efecto, ese compromiso con la verdad es un compromiso de franqueza con el otro. Por ello, Maquiavelo destacaba la centralidad que tenían las acusaciones que exigían las rendiciones de cuentas a los hombres públicos. Se refería a la importancia de los juicios porque, en base a las pruebas, el pueblo podría saber efectivamente qué pasó. No obstante, Maquiavelo distinguía las acusaciones de las calumnias. Decía que estas se hacen sin pruebas y siembran sospechas disolventes. Por ello, agregaba, los hombres son acusados ante los jueces y calumniados en las plazas, donde no hacen falta pruebas. Las calumnias generan divisiones, facciones y caos.
La respuesta republicana es más robusta que la simplemente jurídica ya que la comprende: la envuelve en una dimensión moral que aloja un respeto por la verdad que supone concebir a los demás ciudadanos como pares de una vida civil organizada en base a derechos. No podemos prohibirle a nadie que diga lo que tiene ganas de decir. Pero los ciudadanos podemos exigir a quienes les depositamos el ejercicio del poder político que sean leales con la Constitución; es decir, con los ciudadanos. Esa lealtad incluye la obligación moral de discutir los asuntos comunes subordinando cualquier interés particular o especulación personal al bienestar general.
Compromiso. Quizá por eso, Maquiavelo sostenía que las repúblicas deben tener alguna institución que las proteja de algunos ciudadanos que “hacen el mal bajo la sombra del bien”, porque ese proceso culmina expropiando al pueblo del entramado institucional que permite trabajar por una sociedad libre de otro amo que no sea la ley por su propia voluntad soberana.
Los argentinos sabemos que hay buenos jueces, buenos fiscales y funcionarios del sistema judicial que nos honran, pero también sabemos que el sistema en su conjunto está sospechado. Expliqué mi posición en República de la impunidad y sostuve, básicamente, que el germen del problema yace en la forma en que funciona el poder político porque fue expropiado del pueblo, su auténtico titular, en favor de una pequeña minoría. También tracé los contornos de un sendero que permita desandar ese camino y que, en última instancia, se inscribe en la necesidad de construir una república de ciudadanos mediante la creación de dispositivos institucionales republicanos capaces de hacer efectivos los derechos constitucionales. Ello reclama un compromiso colectivo general de los ciudadanos con nosotros mismos y nos obliga a exigir explicaciones claras que permitan distinguir los ruidos buenos de los malos para la república.
*Fiscal Penal de la Nación.