Hará un tiempito, veinte años atrás, quedé en almorzar con Luis Chitarroni en el desaparecido Herman’s, cuyo ambiente de falso alemán atendido por mozos gallegos era más invalorable que sus salchichas con chucrut. Chitarroni solía ser demorador, y al llegar al restaurante me sorprendí de verlo ya sentado y escribiendo a mano en una libretita. No podría reproducir hoy cómo se armó el diálogo inicial, pero sí puedo arribar rápido al que fue para mí el punto central. Cuando le pregunté si estaba escribiendo un cuento o una novela, Luis se desligó del detalle clasificatorio y me respondió: “Algo”. A continuación me preguntó en qué asunto estaba yo, y tuve que contestarle (voz compungida): “Nada”. “¿Cómo nada?”. “Sí, nada (el milagro de una negación siguiendo una afirmación). No estoy escribiendo nada”. Luis me miró, sinceramente sorprendido, y me dijo: “Vos debés ser el único escritor que cuando no escribe, no escribe”.
El delicioso aire de paradoja zen de su comentario fue inspirador, el clásico momento de la iluminación, y tanto que hasta ahora lo recuerdo, convertido en una cita para educación de autores debutantes a la hora de deshacer la supersticiosa tara de la página en blanco. Así que ahora, y desde hace al menos diez años, cuando no estoy escribiendo “algo” nuevo voy sumando de a poquito semblanzas de pintores que extraigo de la colección “Pinacoteca de los Genios”. Era una colección de fascículos que en casa comprábamos cuando yo era niño. Creada en Italia, la reprodujo parcialmente en lengua castellana la Editorial Codex. Obra en mi poder la mayoría de esa parcialidad, integrada por biografías y análisis críticos de pintores europeos y que abarca principalmente el Renacimiento y el Barroco europeo, aunque cada tanto aparece uno que otro artista del siglo XX. Y como yapa para la ficción urbi et orbi, cada tanto aparece un latinoamericano.
El caso era que en casa mi padre trataba de transmitirme los pininos del arte pictórica (color, contraste, línea, perspectiva, etc.) pero yo no salía de mi interés por esas escenas de sádicas crucifixiones y degüellos guerreros y blancas gordas en cueros, mientras llenaba a placer de mi mente las líneas argumentales. Pues bien. Ahora, en mi módica senectud, cuando no escribo, reescribo a gusto esas biografías. Algunas me quedan de dos o tres renglones, otras de diez páginas, y así. Doy por seguro que el ávido lector de estas columnas habrá visto alguno de esos ejercicios. Y quería contar qué me pasó hoy, cuando pensé en abordar a Georges Rouault, pero se me terminó el espacio. Seguro seguirá.