Por lo común, la malevolencia es un pecado de la juventud, que busca abrirse paso advirtiendo que no está dispuesta a respetar tradiciones y medallas; y de los vejestorios resentidos, que sienten haber sido corridos de lugar y en el movimiento habitual de las generaciones encuentran signos de execrable injusticia. Admirablemente, Fogwill la empleó siempre como efecto de estilo y como ejercicio de inteligencia, hasta el punto de que –así suele ocurrir en autores disímiles– la figura de ese gesto perpetuado subsume su obra y la oculta detrás de esa mueca única. Fogwill era tan querible como temible, no hacía alianzas ni respetaba códigos (tal vez soñaba con fundarlos), adscribía su literatura a las que le gustaba vincularse y la enfrentaba contra las que pretendía detestar, en una especie de humorística falta de seriedad, consecuencia de su marketinera voluntad de ocupar un lugar central en el panorama de las letras locales.
Sin embargo, esa ligereza de polemista deportivo no afectó nunca el rigor de su escritura. Leo, estoy leyendo, Urbana, novela que salió en España en 2000 y que recientemente publicó en nuestras costas Blatt & Ríos. Se trata, a diferencia de la figura del autor, de un libro que no pretende captar benevolencias ni producir irritaciones ni persuadir al lector de las bondades de una bella lengua. Es una obra maestra secreta que pone en cuestión el gusto literario y lee las relaciones de las personas con las cosas, los ritos, los esquemas y las creencias, dentro del sistema general del capitalismo tardío, sistema del que Urbana traza uno de los mejores mapas contemporáneos.