¿Por dónde andaba en la columna anterior? Estaba a punto de poner “Dios sabrá” cuando me acordé de la gracia que me causa ver a un futbolista hacer el signo de su fe y elevar los ojos al cielo cuando convierte un gol de penal.
La idea de una divinidad omnipresente y omnisapiente es intolerable, pero se la soporta con más resignación que la creencia en un Dios que se ocupa de estupideces como el tránsito de una pelota al fondo de arco determinado durante un determinado partido. Desde luego, tan nabo como el resto, espero con perdonable ansiedad ese momento y rezo por el futuro de la Scaloneta. Pero ese no era el punto.
El punto es la memoria.
La idea de una divinidad omnipresente y omnisapiente es intolerable
En el comienzo de estas dispersas, diversas memorias literarias que no encuentran su eje, o que lo tienen y lo pierden a cada instante, estaba la novela Ada o el ardor, que yo quería escribir en su versión argenta a los veintipico de años, y después se me cruzó armar la lista de los mejores escritores de este siglo. Como la timidez y la inseguridad a uno lo vuelven soberbio, en esa columna anterior aniquilé de un plumazo a Joyce y a Proust, rescaté para una improbable inmortalidad a Kafka, y entronicé a Nabokov como el gran novelista del siglo XX. Nombrar al “mejor” (esa puerilidad) no significa designar al autor que a uno más le gusta ni al que mejor o más ha saqueado, aún en el caso de que uno sea capaz de aprovechar los restos del festín ajeno, sino fundar una creencia tan incomprobable como cualquier otra y sostenerla al viento contra el mareo de cualquier efímera moda. Pero. De golpe me acordé. Proust. Una de mis frases favoritas, de Roland Barthes: “Lo bueno de Proust es que cuando uno lo relee siempre se aburre en una parte distinta”. Y me acordé también de algo que me dijo Alan Pauls la anteúltima vez que lo vi, cuando le mencioné entusiasmado un libro escrito acerca de un tema que me interesaba explorar para una novela que escribía o quería escribir. Pauls se rio y me dijo: “Te recomendé ese libro hace veinte años. Era justo para vos. Siempre te recomendé lo que tenías que leer para escribir lo que escribís, y nunca me diste pelota”. Azar de las elecciones. En la próxima columna aniquilaremos a Roland Barthes.