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Vladimir Nabokov
Vladimir Nabokov | CEDOC

Hace muchos, muchos años, me encontré en la calle con una querida amiga, más sabia y algo mayor que yo, que tuvo la amabilidad de preguntarme por el estado de mi escritura. Cuando le conté (recién había terminado mi primera novela publicable), quiso saber con qué iba a seguir. Pensando que su pregunta apuntaba a mi deseo y no a mis posibilidades, con la magnífica solvencia y la ignorancia propia de la juventud, le dije que quería escribir algo como Ada o el ardor. Vladimir Nabokov era uno de mis dioses literarios de entonces, y Ada era, de sus novelas, aquella que más me había perturbado y conmovido. 

Al escucharme, mi amiga rio y me dijo que para escribir un libro como ese me faltaba conocer varios idiomas, volverme un viejo ruso y haber escrito antes una veintena de novelas. Como su respuesta fue más afectuosa que burlona, pude asimilar de alguna manera el impacto y la volví una enseñanza, que se convirtió en una promesa a largo plazo. Algún día, quizás, estaría en condiciones de escribir “un libro como ese”.

A la vez, algo del rencor también anidaba en mí, como si el tiempo de espera necesario para el cumplimiento del milagro exigiera además que yo “castigara” a Nabokov por su visible superioridad y por su soberbia, que lo volvía, incluso por declaración propia, y la consecuencia fue que dejé de releer Ada o el ardor por décadas, cuando hasta entonces yo la visitaba al menos una vez por año. No es que no pensara ya en ese libro; de hecho, hasta podría decir que repasaba otras novelas suyas con la misma fruición y menos alimento para mi resentimiento porque estaban fuera de la zona que constituía mi desafío. Que continuará.

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