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Una operación milagrosa

Rosso Fiorentino 20220702
Giovan Battista di Japoco | Wikipedia

Cada vez que abrimos un diario nos encontramos con giles y sabihondos que tienen la fórmula para explicar cómo debe producirse el renacimiento argentino. Para hablar, habría que conocer antes la historia de Giovan Battista di Japoco, llamado Rosso (el pelirrojo) Florentino, que cuenta Vasari en sus Vidas de artistas. La de un pintor cuya obra es un catálogo de pérdidas que termina en un milagro.

Entre lo que pinta y se le desconoce o atribuye a otro, pasa su juventud de artista. En su combate sin igual con la ignorancia del universo, Rosso deja Florencia y se traslada a Piombino: quiere que su obra se vea y se la tenga por suya. Pero todo lo que hace se pierde en el polvo del futuro y él no lo ignora. Como si hubiera consultado un espejo de tinta, anticipa que su nombre será opacado y lo que reste de su obra certificada se perderá en manos de coleccionistas o figurará en sectores mal iluminados de galerías recónditas de museos que no visita nadie y que terminarán siendo parte de hoteles diseñados para ocio de millonarios. De Piombino va a Volterra y allí pinta un Descendimiento para la Compañía de la Cruz, pero al superior de la orden no le gusta la disposición de los elementos y descuelga el cuadro y lo esconde en un sótano húmedo hasta que la tela se pudre.

Harto de tales desdenes parte a Roma llevando de amigo a un tal Battistino. Aquí salta a la vista un pequeño, misterioso, estremecedor detalle, que escapa a la observación de Vasari: Rosso Florentino nació en 1495 y murió en 1540, en cambio Battistino del Gesi lo hizo en 1604 y crepó un triste día de lluvia de 1640. Que nuestro héroe fuese capaz de extraer cosas y personas de las arenas de la eternidad y modificar las curvas del tiempo es una sospecha sin fundamento. Tal vez se trate de una simple errata. Pero si no lo fuera… eso abre un mundo de posibilidades.

Lo cierto es que parte a Roma junto a Battistino (ya sea el espectro de un pintor nonato, un homúnculo o un golem) y lleva con ellos a un tití de nombre Carullo, que alivia sus desazones íntimas a fuerza de monerías.  

Ya en Roma se perpetúa su sino o su condena. Las centurias siguientes aniquilarán los frescos que pintó con el Parmigianino; perderán el Cristo muerto sostenido por dos ángeles, y también el boceto de La Degollación de San Juan Bautista. 

Como si ese castigo pródigo fuera insuficiente, los lasquenetes de Carlos V entran a Roma y le alisan el lomo a palos. Huye al Borgo San Sepolcro y en el 1528 la Compañía del Corpus Domini de Cittá di Castello le encarga una Resurrección que deja inconclusa. En Arezo le ofrecen pintar al fresco una bóveda de la Iglesia de las Lágrimas, pero apenas boceta los primeros dibujos debe escapar de la ciudad, que detesta a los florentinos. Pasa por Florencia y finalmente se establece en Francia, donde Francisco I le encarga un Leda y el Cisne que debe ser copia fiel del de Miguel Ángel, perdido. 

 En 1532 se convierte en pintor oficial del rey y en 1535 es nombrado maestro de estuco y pintura de las Grandes Galerías del Palacio Real de Fontainebleu. Su producción se extravía en los recovecos coruscantes y de toda la producción de esos años nos queda un solo cuadro, La piedad, pintada para el mariscal Anne de Montmorency, quien confesó a sus íntimos que la imagen despertaba sus más inmundas fantasías, y algunos frescos arruinados por las torpezas de los sucesivos restauradores. 

A inicios de 1540, Rosso Florentino siente que su tiempo se acaba y decide realizar su gran obra: Transubstanciación. No buscó apretar en un solo momento suspendido todas las variaciones de lo existente sino desplegar en un mismo espacio la versión completa de una sola escena, la Última: Cristo repartiría el pan y el vino, Cristo sería traicionado y caminaría las treinta y seis estaciones de su Vía Crucis, Cristo agonizaría y moriría en la Cruz y ascendería al Cielo luego de hacer estallar la piedra del Santo Sepulcro. 

De Transubstanciación no se ha encontrado siquiera un resto. Se presume que era única, prueba de una incomparable maestría, del más  extremo realismo (el que corresponde a los órdenes místicos y mágicos). Cuando Rosso Florentino la estaba pintando, tenía por único testigo mudo a Carollo. Y un día Carollo vio verdaderamente la obra, vio el pan y el vino en entera presencia y los tomó del cuadro y al comer y beber se volvió humano y dijo: “Yo soy el verdadero Hijo del Hombre”.