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Elecciones de literatura (3)

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Editorial argentina. | cedoc

¿Será esto el comienzo de mis memorias literarias?

Si fuera cierto, el párrafo inicial debería empezar así: ser un idiota es un trabajo constante, que se perfecciona a lo largo de la vida. A los dieciocho años yo le había asegurado a un lector atento que mis cuentos eran mejores que los de Octaedro, lo que también era una prueba de modestia, ya que allí están algunos de los peores cuentos de Cortázar. Ahora, con el paso del tiempo, puedo tamizar esa declaración que agitaba en la misma red las pepitas de oro de la soberbia, el temor y la ignorancia. Es que no conozco posibilidad de abordar el duro y delicioso arte solitario de la literatura, sin algún componente de megalomanía que nos salva del Borda por su consecuencia: el resultado. Que por supuesto es distinto y muy menor respecto del universo de ambiciones que carga el autor cuando se sienta a escribirlo. 

Una vez me encontré con el director de un importante editorial que venía sonriendo de la presentación de un libro de una importante autora comercial, cuyo nombre no mencionaré. Cuando le comenté mi opinión lacerante acerca de la susodicha, me contestó: “Me gustó lo que dijo. Que ella no opinaba acerca de la calidad de sus libros, pero sí sabía que cuando se sentaba a escribir lo hacía pensando que era la mejor escritora del mundo”.

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Elecciones de literatura (2)

Ahora bien, esa creencia no cae sobre los textos (y desde luego no produce ningún efecto perceptible en el valor de los textos de esa horrible autora), pero si es la causa incausada que al autor le permite hacer lo que hace, sea o no pésimo; lo que importa es lo que te sostiene, del resto nunca se sabe. No solo a causa de lo acertado de la famosa frase “no se puede ser juez y parte”, sino porque lo que un autor escribe es solo la parte visible del iceberg de su imaginación; cuando lo concluye, el autor tiene, no solo el libro realmente existente, sino que su mirada la completa lo que vio y quedó afuera, y el dolor de cada palabra, párrafo o capítulo excluidos, las zonas vislumbradas, pero que no pudo alcanzar. Así, el espejo donde se miraba esta autora horrible era el de una totalidad inaccesible para el resto, pero que tal vez fuera mejor que la segunda parte del Quijote. 

Vuelvo a mis años mozos, expectativas ilimitadas y resultados diría que tirando a paupérrimos, pero la esperanza enhiesta por el viagra de las futuras realizaciones  y que me permitía compararme desvergonzadamente con el mejor novelista del siglo XX: Vladimir Nabokov.  

Aquí tengo que hacer una aclaración. Algunos dicen que el mejor fue Proust (contra cuya filigrana está escrita Ada o el ardor). Pero Proust parece un autor del siglo XIX, una expansión cancerosa de la mejor novela francesa (Flaubert + Stendhal + Balzac + Constant). Otros dirán que la corona se la lleva Joyce, pero nunca me interesó su tecniquería ni su tediosa pasión por las internas folklóricas de la política de Irlanda. Y Kafka… Kafka no parece pertenecer a una época; es como un trágico griego que leyó los cuentos jasídicos y construyó un monumento intemporal, una intemperie eterna. Seguirá.