Martín Kohan leyó mal una de estas columnas y escribió que yo destruía seis de los siete libros que había leído esa semana. El centro de su argumento era que no es bueno leer tan rápido, lo que puede ser cierto para Kohan que aún es joven, pero no tanto para quien siente que hay poco tiempo y muchos libros apilados. En estos días leí ocho de un golpe, como El sastrecillo valiente. Empecé por los dos últimos de Aira: Triano (edición conjunta de Alto Pogo, El octavo loco y Milena Caserola) y Artforum (Blatt & Ríos). Ambos se ocupan de las artes visuales y comprendí lo que la escritura de Aira le debe a sus reflexiones sobre la vanguardia plástica. También descubrí que las editoriales más cool editan libros sobre el tema.
Mardulce, por ejemplo, acaba de publicar El sistema del arte en el siglo XXI. Museos, artistas coleccionistas, galerías, de Robert Fleck, cuyo título prueba que la palabra “arte”, como ocurre entre anglosajones, ya no se aplica a la música, el cine ni la poesía.
Es que el siglo XXI converge en el museo, que absorbe performances, instalaciones, películas y libros. El sistema de museos, ferias, bienales y galerías resume el espíritu de los tiempos por su enorme concentración de millonarios y su división tan neta entre profesionales que articulan el mercado y espectadores bobos que aplauden. El libro de Fleck es una buena introducción a este mundo en el que “se ha abolido la distinción entre sociedad mercantil y sociedad cultural”, los museos viven de alquilar sus salones para fiestas corporativas, los artistas ascendieron socialmente, pero son menos autónomos y la plata grande viene de los países emergentes. Fleck resulta una buena introducción empírica para Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, de Boris Groys (Caja Negra, buena traducción de Paola Cortes Rocca), que trata los mismos temas, pero desde la filosofía (mucho Derrida), está lleno de ideas (varias deslumbrantes, algunas forzadas) y analiza la conexión del arte contemporáneo con todo lo demás, incluyendo la revolución, Google y el fundamentalismo religioso.
El que tiene un futuro en la mística es Daniel Guebel, cuyo último libro, el segundo volumen de Genios destrozados, viene oculto en la reedición de El ser querido (Mansalva). Guebel también bucea en la plástica inspirado por la mentira, la falsificación y el engaño. Sus obsesiones lo conducen a la ciencia donde también encuentra el tipo de vacío que sólo puede terminar llenando un dios que lo espere al final de los pliegues de la literatura.
Historias de artistas cuenta también Luis Sagasti en Bellas artes (Eterna Cadencia), pero a diferencia de Guebel, el implacable Sagasti se apega estrictamente a la verdad. El nervio óptico de María Gainza (Mansalva), a su vez, se aparta por suerte de lo que sugiere la culposa contratapa (una mujer de clase alta que “hace su entrada triunfal en la literatura”) y la corresponsal de Artforum sostiene el pudor de su autobiografía contando cuentos de pintores.
Leí finalmente Silencio, de Gauke Andriesse, un policial cuyo detective Jager Havix se ve mezclado con la falsificación de cuadros durante la Segunda Guerra. En esa época, los que compraban pinturas e inflaban los precios no eran los emires árabes ni los empresarios argentinos, sino Hitler y Goering.