Se equivocó Gabriel Solano, legislador por el FIT, en sus vaticinios futbolísticos y en las eventuales consecuencias políticas que traerían al continente: otro Gabriel, el del gol, puso las cosas en su sitio histórico (por algo la regla es regla, y la excepción, excepción: la primera se verifica regularmente, la segunda ocurre muy cada tanto).
Pero acertó Gabriel Solano, en cambio, y rotundamente, en la formidable intervención lanzada en plena Legislatura a propósito del hostigamiento propinado a los residentes de la salud mediante la Ley 2.828, que niega el trabajo que hacen (que niega que sea un trabajo cabal). Solano fue y comparó las respectivas cargas horarias: las de los residentes y las de los propios legisladores; y luego comparó asimismo las respectivas remuneraciones. Pero fue aun más directo y lapidario al señalar el estado de holgazanería imperante en general en la Legislatura misma, revelando que los lunes y los viernes (los días de enlace con el “finde”) no es fácil encontrar a alguien por allí: muchos brillan, sí, pero por su ausencia.
Se asocia por lo común al empleado público con un estado de languidez irredimible (por supuesto que hay muchos responsables y laboriosos, puedo dar fe de eso como empleado público que soy; y también hay muchos legisladores responsables y laboriosos. Pero aquella otra figuración, que ya es casi una caricatura, no sale de la nada). Lo que ha hecho Gabriel Solano es desvanecer el aura del halo cívico de los “representantes del pueblo”, para concebir a los legisladores como los trabajadores estatales que son.
No se trata de la antipolítica, ni de las vaguedades del que se vayan todos. Se trata de distinguir dos modos de ejercer la política: el de los burócratas, que acaparan poder y ventajean, y el de quienes defienden y defenderán las luchas de los trabajadores, no ya porque las “representan”, sino porque las asumen como propias.