El otro día hablaba con un editor amigo sobre libros (curioso: los editores hablan de muchas cosas, distribución, precio de venta, agentes, etc., etc., pero casi nunca de libros) y él me decía que durante años tiene libros en la cabeza pensados para publicar, pero que, por una u otra causa, o sin ninguna causa, a veces no lo termina nunca de hacer. Me mencionó varios –no los retuve todos–, como una gran antología de los textos literarios de los nacionalistas argentinos de los años 20 y 30 (Irazusta, Doll, Anzoátegui), intentar hacer una versión local de Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick –que circula en España pero no acá–, traducir el teatro completo de Nathalie Sarraute, o reeditar Escrito en la red y otros ensayos literarios, de Mary McCarthy. Como tengo la única edición en castellano de ese libro (Lumen, Barcelona, 1972, traducción de Gabriel Ferrater, en la hermosa colección Palabra en el Tiempo, de la igualmente hermosa época en la que Lumen era una editorial independiente, y en esa colección publicaba a Robert Pringet, Erskine Caldwell, Muriel Spark, Nabokov, Eisenstein y, por supuesto, a Ivy Compton-Burnett), leído hace décadas (en un viaje en tren precisamente entre Barcelona y Perpiñán), me dieron ganas de volver a leerlo.
Me encontré con lo que me imaginaba: un perfecto libro de ensayo literario, con textos que van, nuevamente por supuesto, de Ivy Compton-Burnett (a la que dedica dos artículos), pasando por Madame Bovary, Hannah Arendt (de quien fue gran amiga) y llegan a Macbeth (sobre quien versa el primero de los ensayos), obra acerca de la que vengo pensando y pensando, como una especie de meditación desde hace meses, como alguien fascinado por haber descubierto algo que, de tan viejo, se vuelve irremediablemente nuevo (tal vez de eso se trate este asunto, y muchos otros: en volver nuevo lo nuevo).
Pues, Mrs. McCarthy gira en torno a esta pregunta: “¿A qué se debe que Lady Macbeth nos parezca un monstruo y Macbeth no? En parte a que es mujer y se ha ‘de-sexuado’ a sí misma, lo cual la convierte en un monstruo por definición”. Antes, ya nos había advertido: “La visión de Macbeth como un hombre atormentado por la conciencia es una banalidad tan falsa como el propio Macbeth. Macbeth no tiene conciencia. Su preocupación mayor a lo largo de la obra es la más egoísta de las preocupaciones: dormir bien por la noche”. Es entonces, para McCarthy, desde el punto de vista de la mujer, de Lady Macbeth, que hay que entender la obra. Aunque luego el ensayo vira y termina con un remate tal vez algo apresurado, cargado del espiritualismo católico de la vieja Mary (pero el viaje de Macbeth al presente hay que hacerlo con mucha, mucha precaución): “Macbeth presenta la vida en la caverna. Sin religión, el animismo rige el mundo exterior, y sin fe, los duendes malignos se apoderan del alma humana. Esta era, en todo caso, la opinión de Shakespeare, que la historia moderna, con el regreso de lo irracional en la pesadilla nazi corrobora (…). Macbeth, entre todos los personajes de Shakespeare, parece el más moderno, el único al que podría transportarse en uniforme contemporáneo, o simplemente en una camisa y un pantalón”.
Aquí McCarthy, firme defensora de Hannah Arendt cuando el escándalo de Eichmann en Jerusalén, no está muy lejos de pensar a Macbeth en términos de la banalidad del mal.