En septiembre de 2015, en la Asamblea General de Naciones Unidas, las máximas autoridades de los países del mundo asumieron el compromiso de implementar la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sustentable –ODS–, que prometían mejorar la vida de las personas y del planeta. Agenda que, después de más de cuatro años de deliberaciones de gobiernos, sociedad civil y agencias de ONU, encendió en el mundo la esperanza de un cambio posible que asegurara el bienestar de las personas y del ambiente. El acuerdo implicó la revisión anual de los logros y dificultades en el Foro Político de Alto Nivel que bajo el Ecosoc se realizaría todos los años en julio. Los países iban a presentar informes voluntarios en los cuales incorporarían a la sociedad civil, por eso no habría informes alternativos de la sociedad civil ya que debían de ser conjuntos. Cada cinco años habría hitos y se revisarían incluso los métodos. Al principio hubo grandes esfuerzos y se empezó a ver mejoría en algunos de los ODS como el uno: eliminación de la pobreza, y el dos: acabar con el hambre; se registraron cambios positivos en algunos países y era alentador. Sin embargo, era difícil lograr el ODS tres de salud con metas como el acceso a métodos para planificar la familia y la garantía de los derechos sexuales y reproductivos. En algunos países se pospusieron, aunque la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres y niñas se trató de diluir. Estábamos en ese escenario cuando aparece el covid-19, con un efecto devastador en todo el mundo. La pandemia tuvo el valor de desnudar la realidad. Las desigualdades preexistentes se agudizaron y se desplomaron los pequeños avances logrados. La pobreza no solo volvió a los niveles de 2015 sino que se profundizó y la desigualdad superó lo concebible. En salud, todo se volcó a frenar el impacto del covid-19, que sembró enfermedad y muerte. La búsqueda de una vacuna generó una batalla entre productores para patentarla, con una actitud de los países desarrollados de asegurar el acceso a su población con total ausencia de solidaridad hacia aquellos que no podían pagar el costo, y menos producirlas. El pedido de liberar el TRIP en la producción de vacunas en la OMC fue resistido, durante dos largos años en los cuales murieron millones de personas, por los países desarrollados impidiendo la transferencia tecnológica fundada en la emergencia sanitaria. Recién en junio de 2022, y por la fuerte presión de la población de los países pobres y de ingresos medios, se logró, pero muy restringido. Es la primera vez que frente a una pandemia mundial ocurre esto, una señal de cómo el mundo ha involucionado.
Con este trasfondo fuimos al Foro Político de Alto Nivel, que culminó el viernes pasado y, a pesar de los esfuerzos de la sociedad civil y de algunos países, los intereses individuales predominaron y no se pudo avanzar en aprobar una declaración ministerial que indicara un camino para enfrentar las desigualdades y hacer cambios estructurales que se necesitan. No se puede seguir proponiendo “parches” que son solo soluciones para el cortísimo plazo: el modelo de desarrollo basado en el extractivismo sin regulación y con métodos que destruyen el ambiente y trastocan la vida de las personas produciendo desplazamientos forzados y persecución y muerte de quienes defienden sus territorios. Lo que países ricos no aceptan hacer en sus territorios es la base de sus acuerdos comerciales con otros países pobres, a lo cual se prestan los gobiernos de esos países que lucran para sí o para sus sectores de interés e ignoran al resto de la población y al planeta. La pandemia fue la excusa para limitar la participación. Falta compromiso político y valentía de los gobiernos para enfrentar esos y otros cambios imprescindibles. El lema de “no dejar a nadie atrás” son palabras, sin compromiso de cumplirlas.