COLUMNISTAS
Muerte en Buenos Aires

Un film intempestivo

Polémica. Cozarinsky enfrenta a la mayaría de la crítica de cine, que defenestró a la película.
| Cedoc

En sus memorias, lagran Louise Brooks recordaba que la única vez que filmó dirigida por Howard Hawks (A girl in Every Port, 1928) sintió que al director sólo le importaba la relación de los personajes
masculinos; la mujer no era más que un puente necesario pero insignificante, finalmente desechable, entre ellos. Y es cierto que en la larga filmografía de Hawks se repite esa forma de camaradería masculina que empieza por una palea y termina en un lazo fraterno más fuerte que toda intervención femenina: Wayne y Clift en Río rojo, Kirk Douglas y Dewey Martin en The Big Sky son dos entre muchos ejemplos. Se ha hablado de una forma de homoerotismo latente en Hawks, como más tarde, y de modo ya más transparente en Jean-Pierre Melville. Con el cambio en las costumbres, y la visibilidad social y cinematográfica de toda forma no ortodoxa de sexualidad, esa tensión no dicha, más fuerte cuanto más tácita, desapareció, barrida por una avalancha de literalidad en la representación de las relaciones homosexuales. 

Me parece uno de los puntos de interés más fuertes de Muerte en Buenos Aires, el primer film de Natalia Meta, que recupere, en medio de una evocación del “destape” porteño de los años 80, esa pulsión de lo que llamaría héterovolubilidad. 

Ambos protagonistas cumplen con las reglas de la normalidad: padre de familia, uno; novio en el momento de casarse, el otro. Y esto permite que aquella pulsión se infiltre más sutilmente en sus relaciones. Las reglas del suspenso imponen que no se lea desde el primer momento la duplicidad del joven policía, pero es notable cómo el film gradúa el enamoramiento del policía maduro: las miradas silenciosas que se alargan, pausas cargadas de algo callado pero evidente, hasta ese beso final que sólo puede coincidir con el disparo que lo liquida.

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Es algo aún más potente que la minuciosa textura visual con que el film reconstruye casi arqueológicamente un mundo de neón ubicuo, un ambiente gay anterior a internet, un crimen que resume toda la mitología del homosexual de clase alta ultimado por un taxi boy. En las rendijas de esa trama, se cuelan no sólo algunas anécdotas que fueron noticia (el affaire del prostíbulo Spartacus donde se filmaron los coitos de personalidades públicas, el más reciente asesinato del heredero de un apellido patricio cuyo culpable ha sido borrado), sino otras más secretas pero no menos auténticas: la copia de cuadros famosos suplantados por los originales, la exportación de caballos de polo portadores de “algo más”. 

En un elenco de notable adherencia física a sus personajes – Carlos Casella con una precisa modulación de un personaje que esconde su verdad, Emilio Disi en un registro inesperado, y Mónica Antonópulos como canchera que entiende todo y lo calla– la directora acaricia con la cámara a Chino Darín y confronta a Damián Bichir: dos formas necesariamente distintas de expresar su deseo. No es uno de los puntos de menor interés del film esa mirada femenina sobre una masculinidad que juega con su disidencia o cede a ella.

Muerte en Buenos Aires no es lo que se espera de un film argentino: no es una producción industrial adicta al costumbrismo, a lo sentimental-ideológico, y está lejos del “cine de autor” en sus innumerables variaciones. Puede disentirse con el proyecto (logrado) de hacer un film que acata la narratividad del Hollywood clásico, pero me parece imposible no escuchar la nota discordante, intempestiva, inquietante que este film aporta al cine argentino.

(*) Escritor.