COLUMNISTAS

Un lector desparejo

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No es Karl ni Groucho, y tampoco se escribe igual. Pero Camilo Marks cuenta que el apellido le costó algún problema durante la dictadura de Pinochet. Crítico muy conocido en Chile, lo leí por primera vez en estos días a partir de Biografía del crimen, uno de los pocos libros recientes sobre novelas policiales. Género despreciado, no hay muchos ensayos que se ocupen de él en castellano e incluso hay casos vergonzantes, como el del español que escribe la Guía de la novela negra y firma con seudónimo, al igual que muchos autores que las consideran sus hijos bastardos.
No es el caso de Marks, quien proclama el alto valor del género. Su hipótesis es que, a diferencia de las vanguardias de principios del siglo XX, que se disgregaron y empobrecieron, el policial presenta una fuerte continuidad con sus orígenes, lo que le permite mantener la calidad de la gran tradición literaria del siglo XIX, al punto de ser “la mejor literatura que se está publicando en el mundo”. Por eso reniega de una crítica que desprecia el policial pero está dispuesta a encumbrar mediocridades como la de Jonathan Franzen.
Marks es en general un buen lector y tiene ideas sólidas. Por ejemplo, que la novela policial sólo florece en países que tienen un cierto nivel económico y un sistema político lo más alejado posible de las dictaduras. El policial es una especie que prolifera en las sociedades protestantes y, en especial, en el mundo anglosajón. La evidencia al respecto es abrumadora, aunque el propio Marks ponga en la cumbre del género a Simenon. Y además señala una verdad irrefutable: si hay un territorio estéril para los policiales, es América Latina: no puede haber detectives, dice, en un país como Chile, en el que todo el mundo detesta a “los pacos”. Contra la objeción de que últimamente abundan policiales que transcurren bajo dictaduras varias, desde el apartheid hasta el sistema soviético, se puede replicar que fueron escritos en otros países y en otras épocas.
Marks ha leído policiales desde chico y sus recomendaciones sobre la época clásica (entre los 30 y los 80) son altamente atendibles. Personalmente, debo agradecerle, entre otros, el descubrimiento de tres mujeres: la inglesa Ruth Rendell (que murió hace un mes) y las americanas Sara Paretsky (cuya detective V.I. Warshawski es la más promiscua de sus colegas) y Amanda Cross (cuya Muerte en la cátedra es la mejor exposición que recuerde de las miserias del mundo académico).
Pero no puedo seguir a Marks en la última parte de su libro, donde completa su teoría decretando que el punto más alto de la historia de la novela policial son los nuevos autores escandinavos. Es cierto que las diez novelas pioneras de los suecos Sjöwall y Wahlöö son de lo mejor del género, pero sus sucesores no están a esa altura. Tanto el sensacionalista y chapucero Stieg Larsson como en el solemne y truculento Henning Mankell están sobrevalorados. Y el resto de los ídolos de Marks (Nesbø, Indridason, Fossum o Åsa Larsson), a quienes intenté leer tras sus pasos, se me cayeron de las manos, con el agravante de que algunos publican novelas de más de quinientas páginas. Creo que Marks ha sido víctima de dos enfermedades del crítico: la pulsión por no quedar como un carcamán y la tentación de acompañar a la industria editorial.