Sobre la gran epopeya misionera católica y europea entre el siglo XIX y el siglo XX pesan graves interrogantes, planteados durante los años sesenta. Análogos y aun más graves interrogantes pesan sobre un evento más lejano, la conquista de las Américas, de la cual, justamente durante el pontificado wojtylano, en 1992, se celebra el quinto centenario. ¿Las misiones han sido agentes de la expansión occidental, de la destrucción de las culturas y de las identidades locales? Juan Pablo II fue consciente de los límites y de las responsabilidades del colonialismo, como escribe en Vita e pensiero; pero tampoco quiso que se repudie la actividad misionera de la Iglesia. En Ecclesia in Africa, la exhortación apostólica que reúne las ideas del sínodo sobre Africa, hay un vibrante homenaje a los misioneros.
La encíclica Redemptoris Missio, para dar un nuevo impulso a la misión, es de diciembre de 1990, cuando la división de Europa está superada. Juan Pablo II, de manera sorprendente, afirma: “La misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún bien lejos de su cumplimiento. Al finalizar el segundo milenio de su venida, una mirada de conjunto a la humanidad demuestra que tal misión está aún en el inicio”. ¿Cómo se puede definir como inicial la misión después de siglos de intensa actividad? Para Karol Wojtyla afirmar que la misión está “en los inicios” significa recordar que existe el desafío de una nueva evangelización en tierras que eran cristianas, como Europa; pero, sobre todo, recordar que el cristianismo es una pequeña minoría en Asia y debe aún conducir a una actividad misionera en Africa. El Papa habla de la misión en su libro entrevista, cuando trata acerca del número relativo de cristianos en algunos mundos. Hace una afirmación que contrasta con lo que llama “derrotismo”: “Si el mundo no es católico desde el punto de vista confesional, ciertamente está empapado muy en profundidad por el Evangelio. Es más, se puede decir que, en algún modo, está presente en ello invisiblemente el misterio de la Iglesia”. La primera y gran reforma para Wojtyla es la afirmación de la centralidad de la misión. A los jóvenes que en 1987 en Buenos Aires le preguntan cuál es su preocupación más grande por la humanidad, el Papa responde: “Pensar en los hombres que aún no conocen a Jesucristo”. El mundo tiene necesidad de esto para no autodestruirse: “Una humanidad sin padre –continúa– y en consecuencia sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que no considera hermanos”. La misión es la salvación de Europa con el redescubrimiento de una extroversión generosa. La concepción que Wojtyla tiene de la vida de la Iglesia es fuertemente agónica. Nos encontramos ante “una potente antievangelización, que dispone de medios y de programas y se contrapone con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización”. La vida de la Iglesia, sobre todo en la evangelización, está íntimamente conectada a la “lucha por el alma de este mundo”. En un mundo inestable y cambiante, marcado por profundas rupturas, no hay situaciones de rédito para la Iglesia, como era en un régimen de cristiandad donde la transmisión de la fe pasaba a través de los canales certeros de las instituciones sociales y de la familia. El gran límite del cristianismo europeo es el haberse resignado a una dimensión reducida, replegándose sobre sí mismo. En 1982, el Papa dirige un discurso a los obispos europeos, invitándolos a no tener miedo, “porque quizás estamos desanimados y resignados: Es necesario que también nosotros de nuevo reencontremos este llamado a la esperanza”. Juan Pablo II siente la condición “agónica” de la Iglesia en el mundo contemporáneo, es decir de lucha. Es una condición que Miguel de Unamuno había intuido en su La agonía del cristianismo, cuando había escrito: “Es necesario definir el cristianismo agónicamente, polémicamente, en función de la lucha”.
*Fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, considerada una diplomacia paralela del Vaticano.
Autor del libro Juan Pablo II: un papa carismático.