Una vez, un personaje poco confiable me regaló un libro de Juana Bignozzi y me dijo que la poeta quería conocerme. Precisamente porque era poco confiable, no le creí, ya que no había ninguna razón por la que la poeta quisiera conocerme. Así que guardé el libro en un lugar donde hoy no lo puedo encontrar y me olvidé de él hasta que Vanina Colagiovanni me regaló Todo se une con la noche, su biografía de Juana Bignozzi, que me hizo buscar el libro por todas partes y lamentar no encontrarlo, ya que las citas a lo largo del texto y los diez poemas que Colagiovanni reúne de Bignozzi (estas italianas) al final del libro son la prueba de que era una excelente poeta.
Pero el libro pone también de manifiesto que era un personaje muy singular, tan singular que agradezco que el personaje poco confiable no me la presentara en su momento, porque Bignozzi, que cultivaba intensamente un estilo “amistoso-belicoso”, era de esas personas que seducen y meten miedo al mismo tiempo. Es muy bueno el libro de Vanina (la llamo por el nombre porque no se puede escribir ese apellido más de tres veces en una nota y me guardo una para el final) porque el retrato de la poeta muestra que su obra y su vida eran parte de un mismo plan, un plan ciertamente original para construirse como mujer, como escritora y como demonio.
Pero también es muy bueno el libro porque permite asomarse a ese mundo intelectual de los 60, en el que escritores, psicoanalistas y militantes se reunían en los cafés de una calle Corrientes que seguía sin dormir y en el que la tragedia estaba todavía lejos aunque pudiera verse cada vez más cercana. Bignozzi había nacido en 1937 en Saavedra, era comunista por herencia, bohemia por vocación y lo suficientemente lúcida como para darse cuenta de que había algo que no estaba del todo bien a su alrededor. Así, después de publicar sus primeros libros y hacerse un pequeño nombre, en 1974 emigró a España con un marido más joven, del que el libro casi no se ocupa (y uno sospecha que es mejor que no lo haga). No está claro qué fueron a hacer los Bignozzi en España, salvo vivir (bastante bien) de traducir por encargo, pero ella (que nunca se consideró una exiliada) no hizo allí vida social y no volvió a escribir hasta que empezó a visitar la Argentina cada año dese 1989 hasta volver definitivamente en 2004. Entonces, mientras le llegaba la época del reconocimiento, se peleó con todos sus viejos amigos e hizo otros nuevos entre los poetas jóvenes de la época.
Por lo que cuenta Vanina, la especialidad de Bignozzi era decir cosas malignas de sus colegas, tanto en las entrevistas (mi favorita es “los últimos poemas de Gelman parecen los de alguien que iba a un taller literario dictado por Gelman”) como en las interminables cenas y reuniones en las que bajaba a los otros comensales como si tirara contra muñecos de feria. El estilo oral de Bignozzi era compartido por otros personajes que figuran en el libro, que después de algunas copas se dedicaban a ofenderse entre sí. Probé alguna muestra de esa medicina y nunca le encontré la gracia, pero creo que era más fuerte que ellos y tal vez una señal de que hay algo muy triste en la cultura argentina, una tristeza que arrancó antes de que la muerte prematura fuera un destino. Esa tristeza también impregna el libro de Colagiovanni.