A pesar de que el apoyo a la cuarentena obligatoria sigue siendo alto, esta semana la dirigencia política argentina se alejó un poco más de la expectativa que tenían muchos compatriotas en cuanto a su capacidad para administrar la crisis del coronavirus.
Algunas de las razones de esta nueva decepción podrían ser clasificadas como estructurales, es decir, causadas por configuraciones de largo plazo que generan tendencias y deficiencias más allá de la voluntad de los actores que toman las decisiones; y algunas otras como consecuencia de lo que los politólogos llamamos razones “de agencia”, que son aquellas que tienen que ver con el accionar concreto de los agentes, es decir, de las personas de carne y hueso en el momento de tomar las decisiones.
La limitación estructural que se puso en evidencia esta semana con toda crudeza es la debilidad y la fragilidad del Estado argentino. Desde luego, no es la primera vez que esto se manifiesta abiertamente, pero en medio de una crisis como la que estamos atravesando −y que a juzgar por muchos pronósticos, recién está empezando− sobresale más aún porque todo parece estar en carne viva. El escándalo del Ministerio de Desarrollo Social es bastante claro: pautó la compra de alimentos por una cifra multimillonaria, pero para una cantidad importante de productos no pudo evitar aceptar un precio superior al que considera justo. Al parecer se trató de un caso clásico de corrupción, con el agravante obsceno del contexto de la crisis. A partir de unas primeras justificaciones poco convincentes, el Presidente promovería el despido de los responsables: un secretario de Estado y otros 14 altos funcionarios vinculados al nervio central del peronismo metropolitano, el conurbano bonaerense.
Aun cuando finalmente se demostrara que no hubo cohecho, también estaríamos frente a una mala noticia, ya que en ese caso el Estado no pudo imponer o negociar un precio siquiera razonable para una compra a granel. Si, en cambio, sí hubo corrupción, se trataría de una connivencia del Estado con una cartelización delictiva de sus proveedores, en una operatoria que nos hace recordar a la que conocimos en las contrataciones de obra pública revelada por los cuadernos de Centeno. En cualquier caso, el mismo Estado que compra caro o directamente delinque con los precios, al mismo tiempo faculta a los intendentes a clausurar comercios por sobreprecios, aun cuando se hayan visto obligados a aceptar aumentos por parte de sus propios proveedores. Una esquizofrenia parecida podría suponerse con la decisión del Estado de abrir los bancos para pagar a los jubilados, sin prever la violación de las normas sanitarias que él mismo había impuesto. El problema es estructural: el Estado argentino no solo es débil, también tiene dificultades para coordinar sus políticas públicas.
Periodismo Puro | Anticipo de la entrevista exclusiva de Fontevecchia a Alberto Fernández
Réplicas. Es inevitable que la ciudadanía induzca o recuerde que esa debilidad, y esa ambivalencia, se replican en múltiples áreas del Estado. Solo basta observar el equipamiento de las fuerzas de seguridad, los resultados de las pruebas educativas, el stock de insumos de los hospitales, la infraestructura de las escuelas y las universidades, su sistema de transporte y un largo etcétera. En otras palabras, la Argentina −y ciertamente otros países también− tiene un problema muy serio: su Estado no es creíble, y consecuentemente no genera confianza. No se trata solo de un problema de abusadores −“la Argentina de los vivos” a la que se refiere el Presidente− sino también de credibilidad. Un Estado contradictorio (para no hablar de uno delictivo) hace que ciudadanos, comerciantes, empleados, acreedores y proveedores crean −muchas veces muy fundadamente− que el Estado incumplirá con sus obligaciones.
Ahora bien, muchos estamos de acuerdo en que hay que fortalecer las capacidades del Estado. La cuestión esencial es cómo. El Gobierno se enfrenta a la tentación de sobreactuar una capacidad punitiva que no puede desplegar del todo en la persecución de los que incumplen la cuarentena, los ladrones, los evasores, o los corruptos. Para controlar los precios frente a los especuladores, se descentralizan los controles de precios en los intendentes, pero muy probablemente sus mecanismos de control sean todavía más precarios, menos profesionales y más permeables a la corrupción y/o la arbitrariedad que los de los organismos del Estado nacional asignados a esa tarea. Por otro lado, varios intendentes ya están cometiendo delitos al bloquear accesos a ciudades aun a riesgo de dificultar el abastecimiento de los alimentos. Quizá mañana se descentralice en ellos también el incierto ciberpatrullaje o el mismísimo poder de policía. El riesgo es que se busquen remedios que terminen empeorando la enfermedad.
Contradicción. Otra forma de perder credibilidad en el Estado tiene como protagonista a la administración de justicia, que reconoce y valida derechos de manera contradictoria e inequitativa. Hay allí un accionar sesgado firmemente instituido que incrementa la decepción, como en el caso de la liberación domiciliaria de Amado Boudou.
Además de las fallas estructurales, también las decisiones puntuales de los agentes concretos generan efectos negativos. En la semana se vio entre nuestros dirigentes una escalada de acusaciones y chicanas inspiradas en encuestas, que no hacen más que radicalizar a sus rivales políticos y minimizar las chances para, por ejemplo, una comunicación coordinada, objetiva y seria de cómo se está administrando esta crisis. Los más curiosos hemos podido comparar con más nitidez cómo algunos dirigentes encaran su comunicación con la ciudadanía. Por ejemplo, la intervención de la reina Isabel II es una verdadera joya por su contundencia y su altura, y las conferencias de prensa diarias del gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, despiertan la envidia de cualquier ciudadano que crea que la información objetiva −en una pandemia o fuera de ella− es un bien público que debe ser distribuido con seriedad y base científica a una ciudadanía que está ansiosa, angustiada, y tiene miedo.
*Politólogo, presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP).