COLUMNISTAS
la argentina que no fue ni es

Vocación frustrada

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Lecturas. El Presidente debería leer un poco a Halperín Donghi, para aprender de la historia. | afp

Estamos frustrados. La épica que prometía el relato de nuestra historia en las primeras décadas del siglo XIX, cuando se desalojó a los ingleses que habían invadido Buenos Aires y después se derrotó al ejército español, al que no le faltaban victorias, no tuvo capítulos igualmente heroicos, ya que la llamada Campaña al Desierto fue el desalojo de quienes ocupaban tierras que eran suyas. En el siglo XX, un dictador enloquecido quiso retomar el camino épico invadiendo las Malvinas, de donde las tropas argentinas fueron desalojadas y hoy pueden ser vistas no como víctimas de la supremacía colonial británica sino del aventurerismo insensato de Galtieri y sus cómplices. Estamos frustrados, porque no se hacen causas nacionales con una derrota tan previsible. 

Tampoco ocupamos ese lugar que creímos nuestro en América Latina. El desenlace del siglo XX nos demostró que Brasil es el país grande y poderoso, aunque lo juzguemos socialmente injusto. Nada nos salió de acuerdo con pretensiones que no registraban lo que son, con toda evidencia, nuestros límites. Hasta hace dos o tres décadas, nos quedaba el orgulloso consuelo, cada vez menos fundado, de que éramos el país más culto y alfabetizado de la región. Hoy, nuestra incapacidad para mantener en la escuela a los adolescentes y llevar a ella a los niños más pobres nos informa de otra frustración.

Tampoco la Universidad de Buenos Aires es la primera de America Latina, aunque puede enorgullecerse de ocupar un lugar que nunca está después del décimo en la tabla, debajo, por supuesto, de un trío o cuarteto de universidades brasileñas. Nos queda la cantidad de premios Nobel. Pero no deberíamos olvidar que Milstein fue investigador en el extranjero, no en los laboratorios locales penosamente financiados y a los que contribuyen las empresas de un modo casi ridículo, si se comparan los aportes que hacen en otras naciones. De los tres premios en ciencia, solo Houssay y Leloir trabajaban en la Argentina. Milstein residía e investigaba en Cambridge. Listo: no fuimos lo que creímos ser. 

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Y, además, paso a paso, Brasil fue ocupando el lugar de potencia regional que, a comienzos del siglo XX, los argentinos fantasearon que sería el suyo. Cuando entré a la biblioteca de la Universidad de San Pablo pude darme cuenta de que, en aquellos años de la década del 70, no había en la Argentina algo parecido. Me moví como una provinciana para recorrer los metros que me separaban del escritorio de su director, que ya me había tomado del brazo porque seguramente anticipó que podía desmayarme. Acostumbrada a las dificultades de nuestra Biblioteca Nacional, era como comparar un balneario en Ensenada con Miami. El director, Jorge Schwartz, es un amigo y empezó a detallar los obstáculos sociales y políticos de Brasil para incluir sectores bajos, que la Argentina había incluido en tiempos de mis abuelos. Pero algo pasó y ambos países no siguieron a la misma velocidad ni por el mismo camino.

Cuando la Argentina aparece hoy en la prensa internacional forma parte de una enumeración. El último ejemplo fueron las reuniones sobre cambio climático. Cito textualmente al Washington Post para que vean que no invento: “Brasil comunicó el lunes pasado que había firmado el compromiso sobre la emisión de gases como el metano. Y la Casa Blanca dijo que otros grandes emisores de ese gas eran Indonesia, Pakistán, Argentina, México, Nigeria, Irak, Vietnam y Canadá”. En la cobertura de la prensa extranjera, nuestro país aparece siempre en enumeraciones, y muy pocas veces como sujeto único, salvo catástrofe o default. Estamos anclados en la enumeración. 

Esa es una condena que nos cuesta aceptar, porque nunca nos pensamos como parte enumerable, sino como solitaria entidad destacada. Pero ese ranking que nos atribuíamos no podía durar. Se achicaron los recursos que las provincias se disputan con el gobierno nacional y, sin esos recursos, muchos de esos territorios federales son inviables. Tenemos un federalismo dependiente. Alberto Fernández, en un acto de amor incomprensible, declaró que lo quería mucho al gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, un representante de las autonomías que nos llegan del pasado y le ponen condiciones al futuro. 

Historia reciente. Tulio Halperín Donghi escribió dos libros de título metafórico y predictivo: La larga agonía de la Argentina peronista, de 1994, y Argentina en el callejón, publicado al año siguiente. Son un examen del presente y una imagen de lo que vendrá. Llama la atención que hoy no sean muy citados, salvo por especialistas. Incluyen párrafos que podrían enseñarle algo a Alberto Fernández. Por ejemplo: “Aunque antes de las elecciones de marzo de 1962 arreciaron las inauguraciones de obras públicas y de plantas industriales (algunas de ellas existentes solo en proyecto, otras concluidas hacía ya tiempo) la euforia oficial no lograba disimular que el desarrollo debido a la gestión económica Frondizi-Frigerio-Alsogaray, si alguna vez había existido, había encontrado ya sus límites infranqueables. La producción industrial tendía a estancarse; la demanda de mano de obra disminuía, y con ella el volumen del consumo.” 

Halperín se refiere al comienzo de la década del 60, pero suena tétricamente parecido al presente. La Argentina se repite. Tulio murió en 2014, y ya no encontraba ni un rayo de luz que aclarara el futuro de un país al que le había dedicado todo su talento. 

Meses antes había publicado el ensayo que lleva la palabra “agonía” en el título. En el párrafo final de ese breve libro, Halperín parece más optimista que de costumbre. La hiperinflación de 1989, que provocó el final del gobierno de Alfonsín, podría convertirse en un “recuerdo aleccionador”, de encontrarse una salida a la degradación institucional. Si tal paso adelante no es posible, la Argentina seguirá exhibiendo su resignación a vivir en la “más cruda intemperie”. Halperín sostiene que es urgente recorrer el camino hacia “un nuevo orden económico”. Pero el optimismo no es su fuerte y concluye: una vez pagado ese precio, si ese pago es posible, lo que se alcanza es verdaderamente poco. 

Alberto Fernández podría mirarse en el espejo de Frondizi, que ofreció una salida inmediata y deseada por sus eventuales votantes. Llegó a la presidencia con esa promesa más concreta que las de Fernández, porque Frondizi sabía de lo que estaba hablando y quienes lo rodeaban habían estudiado el asunto durante veinte años. Sin embargo, concluye Halperín, “lo que formalmente se presentaba como la expresión de la voluntad del pueblo soberano, era en verdad la apertura de un complicado gambito destinado a alcanzar un desenlace muy distinto”. 

Esta no es una historia remota, del mismo modo que a nadie le parece remota la transición española del aislamiento franquista a la democracia europeísta. La historia nos aconseja salir de las enumeraciones que traen los diarios y del fechado obsesivo en el presente. Algunos hechos y decisiones tomadas hace cinco décadas todavía nos marcan, aunque los desconozcamos o nos parezcan desvaídos parientes, mientras subimos y bajamos la montaña rusa de la política miniaturizada por el descuido de nuestros políticos, la aceleración mediática y nuestra pereza.

Termino estas líneas enviando los mejores deseos de salud a nuestra vicepresidente. ¿Qué haría Alberto sin ella? ¿Podría Randazzo reorganizar el previsible caos justicialista? ¿Se dividiría el bloque en diputados? ¿Máximo Kirchner continuaría el linaje? ¿Hacia qué lugar, quizá más tradicional y arcaico, se correrían algunos de nuestros estados federales? ¿Quién transferiría algo de poder a los que toman medidas económicas? Y, finalmente, la pregunta que representa la esencia misma de la argentinidad: ¿qué va a pasar con el dólar?