Esta vez las encuestas acertaron: los libertarios llegaron al poder. Pero como en el pasado habían errado, no se creyó el pronóstico. Se lo consideró descabellado: que un candidato sin antecedentes y con un discurso agresivo, blandiendo consignas antirrepublicanas y propugnando la libre portación de armas, el tráfico de órganos y la abolición del Estado, pudiera alzarse con la Presidencia. Era imposible. La sociedad poseía anticuerpos; a pesar de sus carencias, la democracia gozaba de amplia aceptación; sólo se trataba de doblegar al populismo, profundizar las reformas que habían quedado inconclusas en 2019 y recuperar la autoestima. Messi, Scaloni y el Dibu Martínez habían señalado el camino. Solo se trataba de emular su convicción y su coraje: podemos ser los mejores del mundo en la actividad que elijamos. Sí, se puede. Nuestra voluntad, riqueza e inteligencia son inagotables, solo debemos ser más decididos.
A poco de iniciarse el gobierno inconcebible, los libertarios llegaron a una paradójica conclusión: muchas de las cosas que ellos proponían en realidad ya se habían puesto en marcha en los gobiernos anteriores. Por empezar, el Banco Central había agotado completamente sus reservas, carecía de cualquier posibilidad de regular el mercado financiero y hacía tiempo que no emitía moneda, sino unos papeles totalmente carentes de valor. Consideraron entonces que no era necesario incendiarlo. Para qué sobreactuar, si bastaba con cerrarlo. Lo mismo ocurrió con numerosas oficinas públicas, cuya función resultaba nula, gracias a la visión de las anteriores administraciones. Especialmente organismos como la Oficina Anticorrupción e innumerables defensorías, nacionales y locales. Qué decir de las secretarías de género, las comisarías del menor y la mujer, y de todo tipo de fiscalías que, como ellos estudiaron en un leading case, ya no funcionaban, según veremos más adelante.
En el inventario inicial que hace todo nuevo gobierno, los libertarios encontraron en el stock más cosas que les ahorrarían trabajo. Antes de que ellos llegaran, la droga se compraba y vendía en búnkeres de cercanías o por delivery; la compra y venta de personas, mediante la trata, era una práctica más extendida de lo que se presumía; la pedofilia se había convertido en una industria pujante, en pleno crecimiento: los pedófilos, varios de ellos prominentes figuras de los medios, compraban con invitaciones a McDonald’s u otras dadivas, a niños, preferentemente de hogares desquiciados, que les vendían sus cuerpitos para que consumaran sus perversiones. También constataron que la gente adquiría cada vez más armas en el mercado negro, debido a que el Estado, a pesar de su retórica y abundante presupuesto, no los protegía de la delincuencia. Los libertarios entonces se dieron cuenta de cuál debía ser su labor. No se necesitaba una revolución cultural para instaurar el anarcocapitalismo.
¿Qué debían hacer? ¿Legalizar lo que ya existía en forma encubierta? No. Porque eso supondría facultar al aborrecido Estado para establecer lo que es legal y lo que es ilegal. El régimen anterior sostenía que esa era una de las funciones indelegables del Estado, pero, por lo visto, no la cumplía. Los libertarios fueron más inteligentes. Comprendieron que debían hacer solo dos cosas: primero, sincerar; después, promover. Sincerar y promover la compra y venta de drogas, armas, órganos y cuerpos. Estimular no solo las startups tecnológicas, sino también las pedófilas, las armamentistas y las narco. Esa promoción liberó enormes fuerzas productivas: las cocinas barriales de cocaína y paco se convirtieron en prósperos restaurantes; florecieron las armerías; se practica la pedofilia a cielo abierto, con listas de precios libres y sometida a la estricta competencia para asegurar la calidad de las prestaciones; la gente armada hasta los dientes ya no teme al delito; si son agredidas, las mujeres no necesitan recurrir a ninguna comisaría especializada. Éstas, junto con el botón antipánico y la restricción perimetral, se convirtieron en artefactos tan anacrónicos e inservibles como el teléfono fijo o el fax. La sociedad se organiza espontáneamente cuando el Estado se retira, dejando que el mercado fije los precios e incentivos.
Uno de los casos paradigmáticos que los libertarios examinaron para arribar a conclusiones, ocurrió pocos meses antes de su llegada al poder. Es la historia de María Isabel Speratti Aquino, asesinada por su exmarido en la puerta de su casa. El que sería su victimario ya había intentado estrangularla en el pasado y ella no lograba que cambiaran la carátula del caso, de “lesiones leves” a “intento de homicidio”, para detenerlo. Solo le pusieron una restricción de acercamiento y lo encarcelaron durante un mes. Así, el exmarido estaba libre, mientras la que sería su víctima recorría infructuosamente, en los meses previos a su muerte, fiscalías, comisarías de la mujer y otros organismos sin lograr su objetivo.
Un audio que María Isabel le envió a sus amigas antes de morir fue particularmente esclarecedor para los libertarios. Decía allí: “Todo es difícil. Parece que todo está hecho así, todo cuesta arriba para nosotras. Todo es complicado. Es como que estamos todo el tiempo nadando contra la corriente y con el agua al cuello. Así, así se siente. Pero bueno, qué va a ser… Algún día las cosas serán distintas, espero”. Y las cosas fueron distintas, aunque ella no las pudiera ver y rectificar su error trágico. ¿Cuál fue ese error, que los libertarios están enmendando? Creer que el Estado republicano la defendería, cuando lo que debió haber hecho es comprarse un arma para defenderse a sí misma de su exmarido. Las mujeres y los varones de la nueva Argentina libertaria ya lo han comprendido. Practican tiro, emulando el video que grabó Ricardo Bussi, un ascendente líder político, en la campaña pasada.
Escribimos esta distopía con cierta desesperación, observando los números de las encuestas y escuchando los discursos de odio y resentimiento, muchas veces justificados, de cada vez más gente. A los políticos democráticos recién ahora les está cayendo la ficha: lo que les parecía imposible podría ocurrir.
Este columnista les hace unas pocas sugerencias, antes de que sea tarde. Abandonen la banalidad del bien: la ética indolora que encubre sus privilegios. Terminen ya con las internas autodestructivas, acuerden una fórmula única antes de las PASO. Y ocúpense del desafío mayor: convencer a los de-sengañados para que le den una última oportunidad a la democracia.
*Sociólogo.