Un malestar difuso, donde caben tanto la violencia como el conformismo, corroe las sociedades, cuya versión de sí mismas la ofrecen antes los medios y la tecnología que la voz de sus protagonistas. Así, un denso collage de certezas e incertidumbres, de verdades y mentiras, de imágenes sucesivas y perpetuas, de diversión y temores, de desilusión y resentimiento por las múltiples desigualdades, atraviesa la subjetividad de los individuos. La gente detesta al poder. Los lazos sociales mutan y se debilitan hasta romperse. El puro presente prevalece sobre los proyectos. La idea de progreso se quiebra para dar lugar a la “lenta cancelación del futuro” de la que hablan los filósofos de la posmodernidad.
Sordera. ¿Tienen conciencia los dirigentes de la democracia de cómo este estado de la cultura impacta en su legitimidad? Aunque las evidencias mundiales son inequívocas, pareciera que prevalece una fatal sordera. En la Argentina, cuya democracia ha alojado por décadas la competencia relativamente orgánica entre los defensores del pueblo y de la república, se impone esa negación sin que se adviertan los signos del cambio de época. Tal vez el menosprecio por el futuro impidió a nuestros políticos prever la evolución mirando el presente de otros países. Jugaron a la grieta, como en una sesión de psicodrama, desentendidos del abismo que los esperaba. Veamos algunos indicios.
Fugas. Los menores de 30 años exhiben un profundo desencanto, quieren huir. Si se los estratifica, podría afirmarse: los de clase media alta se están yendo del país, los de clase media baja están abandonando la democracia. La mayoría de ellos no atisba posibilidades de progreso a través de trabajos que les permitan ahorrar, aspirar a la vivienda y mantener una familia. Los emigrantes, que son los que poseen capacitación profesional, constituyen una pérdida para la economía. Los otros acumulan rencor, que se expresa en indiferencia hacia la democracia. Según sondeos confiables, a dos tercios de los jóvenes de clase media baja les da lo mismo la democracia que el autoritarismo. Una estadística deplorable.
Violencia. No es necesario referirse al despiadado asesinato de un motociclista perteneciente a una familia de abolengo para confirmar los niveles de violencia que alcanzó la sociedad argentina. Como reconocieron los deudos con sensibilidad, esto no tiene que ver con la posición social, porque todos los días ocurren episodios similares que afectan a las familias, sin diferencias de clase o de zona. Acaso la novedad la constituyan los rasgos de los presuntos asesinos: jóvenes lúmpenes que no estudian ni trabajan, que exhiben orgullosos y desafiantes sus armas en las redes y proceden con una inconcebible psicopatía. Los rige una violencia alucinante, autodestructiva, sin códigos: matan y le dan la bienvenida a la muerte si les llega. Hoy le tocó a un Blaquier; hace unos días pudo ocurrirle a Cristina.
Complicidades. Entre el fárrago incesante de noticias, un tema reaparece cada tanto, sin despertar demasiado escándalo, tal vez porque se ha naturalizado: las complicidades de la política con el espionaje y la manipulación de la Justicia. Es lo que alguna vez caracterizamos como el desdoblamiento de la Argentina oficial en la Argentina corrupta. Nuevos requerimientos de las fiscalías han puesto el foco en el espionaje ilegal llevado a cabo por el gobierno de Cambiemos en las oficinas de la expresidenta. Pero existen evidencias de que durante su administración también se recurrió a esa práctica. Varios Watergate sin que nadie se inmute.
Rosario asesinada. Una prolija investigación de los periodistas Germán de los Santos y Hugo Alconada Mon reconstruyó el complejo cuadro que explica la explosión de asesinatos ligada al narcotráfico y otros negocios en la tercera ciudad del país. Las tramas del crimen atraviesan los estratos sociales, los partidos políticos, las organizaciones públicas y las empresas. Los jefes de las bandas siguen manejando los negocios desde las cárceles con la complicidad del sistema penitenciario, policías trabajan para los narcos, jueces y funcionarios son cooptados por el crimen y sirven a sus fines, se lava dinero negro de la actividad agropecuaria. La impericia de las políticas de seguridad y las coimas dejan liberado el territorio a los bandoleros. Pero hay más: los capos suplen la ausencia del Estado en los barrios carenciados. Proveen servicios a cambio de lealtad. Son los nuevos punteros de la degradación.
Centrifugado. A espaldas de los síntomas de disolución social, la política argentina amenaza con estallar en pedazos. Hemos empleado en columnas recientes una imagen a la que recurrió Jorge Fontevecchia meses atrás: después de años de concentración en dos coaliciones, las tensiones internas amagan con centrifugarlas, en un proceso de fragmentación cuyo desenlace no está claro. ¿Se consumará con el quiebre de las principales coaliciones o la incierta ayuda de las PASO permitirá administrar las diferencias sin divorcios? La cuestión es a cuánta gente le importa esto, mientras los enfrentamientos se profundizan: ya no es un partido contra el otro; en la nueva fase son los miembros de un mismo partido los que se maltratan.
La derecha avanza. Un sector de la principal oposición descalifica a los progresistas. Detesta los sindicatos y el empleo público; oculta haber vivido del presupuesto, mientras le endilga todos los males al Estado. Esa hipocresía no es nueva; la novedad es el giro hacia un neoliberalismo brutal e impracticable, junto con una actitud aún más dañina: hacerles el juego a los libertarios, cuyo programa oculta una trágica regresión de los derechos. Si ellos triunfaran, algo cada día menos descabellado, experimentaremos las desgracias que conocen Estados Unidos y Brasil: la negación de los principios de la democracia liberal, el desprecio a las minorías, el desinterés por el desastre ambiental, la criminalización de los pobres, el abuso de la represión policial, la homofobia y el machismo. Es paradójico: en su frenética carrera, los paladines de la República están contribuyendo a demolerla. ¿Se pueden romper caras cuando las caras ya están rotas? En su deriva, los halcones no guardan siquiera las formas que podrían evitarles el bochorno. Agreden el sistema que dicen defender, no les importa la gente, sino ejercer la prepotencia. Hay que pegar en lugar de pensar.
A no engañarse: el próximo abismo lo constituye la democracia autoritaria, no la populista. Es la clave de la nueva época para los que quieran evitarlo.
* Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.