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autodestrucción

Lo que la política no ve

La desigualdad entre las clases sociales, sin haber desaparecido, se ha vuelto múltiple y desafía las interpretaciones usuales.

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Ceguera política. | Pablo Temes

Por qué la política desencanta y frustra a las sociedades? Esta pregunta no incumbe solo a la democracia. Se extiende más allá de sus fronteras, como lo muestran las mujeres que protestan en Irán o los jóvenes que escapan de la guerra de Putin. Se trata de un fenómeno más profundo, dirigido al poder político antes que a los distintos sistemas de gobierno. Es una fractura mundial que se ahonda y expone el rechazo cada vez más visceral de los gobernados, que parecieran querer sacudirse el yugo de una clase dirigente que no los contiene.

En las últimas décadas, esa fisura provocó una mutación en las democracias occidentales, con el surgimiento de movimientos y partidos que desafían desde adentro los principios del sistema, no valiéndose de armas como en la época de los golpes militares, sino de la antipatía de la gente hacia la política convencional. El inconcebible Brexit y la sorpresiva llegada de Trump al gobierno fueron explicados en su momento como consecuencias de la ira popular, un sentimiento que expresa la incomprensión ante cambios y demandas que la política no registra.

¿Qué es lo que la política no ve, para que tanta gente a través del mundo esté tan enojada con ella? ¿Cuáles son los rasgos de la actualidad que se le escapan, tal vez recostada en antiguas certezas que ya no rigen? En su último libro, titulado con inspiración spinoziana La época de las pasiones tristes, el sociólogo francés François Dubet aporta algunas claves para responder estas preguntas. El subtítulo de la edición en español es ilustrativo: “De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor”.

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El mundo desigual que describe Dubet carece de la claridad conceptual con que la política, y las ideologías que sustentan su relato, lo describieron durante el auge de la sociedad industrial. La desigualdad entre las clases sociales, sin haber desaparecido, se ha transformado en una desigualdad múltiple, que desafía las interpretaciones usuales. Escribe Dubet: “Así como en épocas pasadas las desigualdades sociales parecían inscriptas en el orden estable de las clases y sus conflictos, hoy no dejan de multiplicarse las brechas, las segmentaciones y las desigualdades, como si cada individuo estuviera surcado por varias de ellas”.

Entre los proletarios y los ricos, viene a decirnos Dubet, existen en esta época muchas otras nociones y contradicciones donde se expresa la desigualdad: los trabajadores formales y los precarios, los educados y los sin educación, las mujeres y los varones, los incluidos y los excluidos, los ganadores y los perdedores, las minorías estigmatizadas y las mayorías estigmatizadoras. De ese modo, las desigualdades se han individualizado, sin el soporte de una organización, un sindicato o un partido. Son afrentas al orgullo privado, fuentes de humillación personal, más que el reflejo de una posición de clase.

Por eso, afirma el sociólogo francés, no debe sorprender que el respeto sea la exigencia moral reivindicada con más énfasis en esta época. Todos queremos ser respetados como iguales en las más diversas situaciones y la frustración se incuba cuando esa demanda individualizada no encuentra un vehículo en las grandes narraciones, que podrían explicar su causa y señalar a los responsables. La indignación, el rencor y la desilusión ocupan entonces el lugar que deja la representación. La política no logra transformar esos sentimientos en un programa convocante, acaso porque los subestima, no los entiende o no le interesan.

Antes y ahora, el mesianismo llenó ese vacío. Dubet lo llama populismo, pero preferimos nuestra denominación, antes religiosa que política. Como enseñó la sociología de la religión de Max Weber, todos los pueblos que padecen grandes penurias necesitan una respuesta convincente a la disparidad escandalosa entre mérito y destino: ¿por qué nos toca este sufrimiento si hemos cumplido los preceptos? La desgracia injusta genera despecho y demanda identificar culpables. Hace veinte años Néstor Kirchner señaló a los bancos y las multinacionales; ahora, otro líder emergente pone la responsabilidad en “la casta”, convalidando la ira de la sociedad contra sus dirigentes.

No le faltan argumentos al salvador de turno: nueve de cada diez argentinos piensan que los políticos solo defienden sus intereses y ocho de cada diez, que son siempre los mismos y no se interesan por los problemas de la gente común. Pero a diferencia de hace dos décadas, la discrepancia es hoy más profunda: espoleados por ese desencanto, los libertarios cuestionan las bases culturales del sistema, incitan a odiar al Estado y reemplazarlo por la irrestricta libertad personal y de mercado que, según ellos, abolirá las desigualdades bajo la premisa de que todo tiene un precio. Si prevaleciera esta ideología, los Kirchner pasarán a la historia como políticos conservadores.

Los puntos ciegos de la política democrática conducen a su autodestrucción. Aunque comparada con Brasil y México la preferencia por la democracia en la Argentina es mayoritaria, esa convicción se ha debilitado en los últimos años: dos tercios de la población están insatisfechos con el funcionamiento del sistema, y un tercio afirma que en ciertos casos una dictadura es mejor que una democracia o que a la gente le da lo mismo si el gobierno es democrático o no. A eso hay que sumarle el pedido generalizado de mano dura, el recelo hacia los inmigrantes y el rechazo a que el Estado se meta en la vida de las personas. El plato está servido para un autócrata.

¿Cómo podrían recobrar los políticos democráticos la visión e impedir este desenlace? Acaso, paradójicamente, dejando de mirarse unos a otros con recelo para mirar a la sociedad. A los profundos cambios económicos que determinan modos precarios de subsistencia, a las novedosas y múltiples formas de desigualdad y desesperación, a los conatos de violencia que anticipan las tragedias colectivas, al odio por la mezquindad de las élites, a la indiferencia de los jóvenes hacia un sistema que les impide progresar. Eso deben entender y transformar.

Hace cuarenta años reconquistamos la democracia, dejando atrás la violencia y la dictadura. Pero si nos atenemos a las evidencias podríamos perderla; bastaría que el pueblo ofendido se fuera detrás de sus enemigos. En la introducción del instructivo libro Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escriben que la historia no se repite, pero rima. Su esperanza, que es también la nuestra, es detectar esas rimas antes de que sea demasiado tarde.

*Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.