La Argentina podría desdoblarse en cuatro países abigarrados: el país oficial, el corrupto, el mafioso y el emergente. Expresado con una metáfora, si el país oficial, donde rige la democracia y compiten los partidos, es el Dr. Jekyll, el país corrupto es Mr. Hyde. Es decir, una escisión esquizofrénica del mismo individuo. Más allá de la enorme cobertura que genera el juicio a Cristina, testimonios y noticias de menor difusión, conocidos estos días, actualizan esa alegoría. El testimonio proviene de la jueza Sandra Arroyo Salgado; la noticia, del periodismo de investigación, acaso uno de los rubros más edificantes y mejor preservados de esa noble profesión.
En una nota publicada el domingo pasado en La Nación, titulada “Narcos, sicarios y política: el caso Scapolan que hizo explotar las internas y se proyecta sobre el futuro de Cristina”, el periodista Damián Nabot relata hechos ocurridos en el submundo del poder o, como otros lo denominan, en las cloacas de la democracia.
Se cuenta allí el caso de un fiscal al frente de una unidad de investigaciones contra el narcotráfico que fue acusado de hacer negocios con los que debía perseguir, en un entramado en el que participaban, o eran cómplices tácitos, narcos, policías, fiscales, y políticos de ambos lados de la grieta. Por eso escribe Nabot que cuando la causa de Arroyo Salgado avanzó “el nerviosismo invadió a dirigentes del oficialismo y de la oposición que comparten secretos con el fiscal.”
Naturalizamos la corrupción asimilándola al pedido de coimas o a las licitaciones tramposas, conductas designadas coloquialmente como delincuencia de guante blanco. Pero este caso, como tantos, rebasa esa frontera. La jueza describió el objetivo de la organización delictiva en estos términos: “sustraer material estupefaciente, coaccionar personas para obtener un provecho económico, permitir la sustracción de pertenencias de personas allanadas, e inventar o plantar pruebas”.
Entre otras razones, procesó al fiscal por “sustracción de medio de prueba, tenencia de estupefacientes con fines de comercialización doblemente agravada, cohecho pasivo agravado por su condición de agente fiscal, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público y extorsión”.
Este caso muestra el desdoblamiento del país oficial en el país corrupto y de éste en el mafioso. Intervienen altos cargos de la política, la policía y el Poder Judicial, cuyo rol en la Argentina oficial es promover los valores del desarrollo, la equidad distributiva, la seguridad y la Justicia. En otra escena, fuera del escrutinio público, esos mismos personajes hacen la vista gorda o se asocian con policías venales y delincuentes. Así, entramos en las catacumbas del país mafioso. Allí no solo se ofrecen y aceptan coimas, se aprieta, se roba, se manda a matar y, si es necesario, se hacen pasar los crímenes como si fueran suicidios. Personal especializado, reclutado entre espías, barras bravas y miembros corrompidos de las fuerzas de seguridad, son los hábiles e insustituibles peces de estas aguas turbias.
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Para entender la corrupción pueden utilizarse dos fuentes: una es el periodismo de investigación; la otra, es el estudio de la estructura social que facilita las complicidades y la impunidad de los que están implicados en ella. La investigación periodística coincide en un rasgo de la corrupción: es un fenómeno del poder y posee carácter sistemático, estructural e histórico. Por eso excede los estamentos, las ideologías y los gobiernos. Leamos a Hugo Alconada Mon: “¿Cómo funciona este sistema? Como un circuito cerrado que permite acumular poder, enriquecerse, ascender de clase social y perdurar impune a aquellos que acaten las reglas espurias que lo regulan”.
Tato Young, otro periodista avezado en el lado oscuro de la Argentina, escribe: “El poder es una red. Formada por una gran familia. Donde todos se relacionan con todos. Donde cada uno le debe algo a alguien. Donde todos están dispuestos a hacer cualquier cosa para defender a la gran familia. Porque se trata de sobrevivir. De permanecer. De mantenerse”. Perduración, lazos, complicidad, negocios e impunidad constituyen los rasgos típicos de este estrato. En la misma línea, concluye Alconada Mon: “Porque así funciona ese sistema, que actúa con un solo objetivo: acumular poder y garantizar impunidad. No hay más premisa, ni ideología que ésa: ser parte del poder permanente (e impune) de la Argentina”. Por eso pasan los gobiernos y permanecen los mismos personajes y las mismas prácticas. La larga saga de la SIDE y la AFI lo atestiguan.
La explicación sociológica del fenómeno es la propensión de las sociedades, liberales o autoritarias, a conformar élites, que quedan fuera de cualquier control, monopolizando los negocios a gran escala y las influencias que los posibilitan. El sociólogo norteamericano Charles Wright Mills hizo la descripción, ya clásica, de esta estratificación en su célebre libro La élite del poder hace 70 años. Denuncia allí lo que llama “la inmoralidad mayor” de los poderosos: estafar y degradar al pueblo, valiéndose de su posición dominante. En un país donde la mitad de los niños son pobres, la inflación arrasa el presupuesto de las familias y la delincuencia las acorrala en sus casas, la estafa está llegando a límites intolerables.
La jueza fue apartada del caso del fiscal acusado y la investigación se diluye asegurando la impunidad de los involucrados. Nabot advierte que, por más pruebas acumuladas, la vicepresidenta podría beneficiarse también de la opacidad por la que ínfimos casos de corrupción concluyan en condenas.
En su defensa mediática, Cristina tocó el hueso al dar a entender: nosotros somos corruptos, pero ustedes también. Es decir, usamos recursos y mano de obra parecidos, descendemos al inframundo cuando es necesario, establecemos todo tipo de complicidades para seguir haciendo negocios a espalda de las leyes, despreciando las necesidades populares que declamamos atender.
Brutal reconocimiento de la mancha de aceite que corroe nuestra democracia.
A no equivocarse, los Kirchner llevaron la corrupción a una escala inimaginable, en una tierra fecundada por años de ilegalidad. Pero la oposición no se libra de la sospecha, como lo muestra el emblemático caso Scapolan y otros. Por eso, imploremos que la causa de Vialidad no impida ver el bosque. El riesgo de ignorarlo es que la gente reafirme, a un año de las elecciones, la creencia más temida: que los políticos son una casta disoluta, ajena a sus intereses y sufrimientos.
*Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.