La cultura de una nación le otorga la impronta a la política que en ella se practica, y no a la inversa. Este hallazgo elemental de la antropología lo planteaba el gran etnólogo Clifford Geertz, con estas palabras: “Algo que todo el mundo sabe, pero que nadie siquiera piensa cómo demostrar, es el hecho de que la política de un país refleja el sentido de su cultura”. Cuando afirmaba esto, en 1973, Geertz estaba analizando la experiencia de Indonesia. Concluía y se preguntaba: “Desde 1945 Indonesia vivió revoluciones, tuvo una democracia parlamentaria, guerras civiles, autocracia presidencial, matanzas en gran escala y gobierno militar. ¿Dónde está el sentido de todo esto?”.
Los finales de época, que muchos perciben en la Argentina, junto con el desafío a la sociedad, formulado en términos de batalla cultural por los libertarios, actualiza la cuestión del sentido de nuestra cultura. Eso obliga a responder preguntas incómodas y revaluar cuestiones que se creían arraigadas, si no resueltas: el compromiso con la democracia, la adhesión al Estado como dispositivo para equilibrar las oportunidades frente al mercado, la prevalencia de los derechos sociales sobre los derechos individuales. Se trata de una interpelación a las creencias, más que a las actitudes políticas.
Discutir la cultura es imperioso, si no implicara anular el pluralismo, como ocurre en la actualidad. Eso significa anteponer la guerra cultural, que reivindica la posesión de la verdad absoluta, al debate acerca de las costumbres, que es fructífero y hace progresar a las sociedades. Para comparar el nuevo fenómeno con lo anterior, es conveniente despejar una duda que la grieta oculta: si el kirchnerismo pretendió impugnar la cultura. Sus fundamentos, formulados por Ernesto Laclau, llevan a pensar que no. Su materia es la política: versa sobre cómo responder las necesidades populares, cuando el sistema falla para atenderlas. El pueblo invocado es una entidad política antes que cultural. El problema lo constituye su representación, no su naturaleza.
Aquí hablamos de otra cosa. De algo nefasto, que si se impusiera mostraría que Cristina Kirchner está más identificada con la política convencional de lo que sus críticos le conceden. Los libertarios sostienen, a diferencia del populismo crepuscular de los Kirchner, que existen bases filosóficas y pruebas empíricas para demostrar que la naturaleza humana se rige por principios naturales e inmutables, que deben imponerse para que se consume la felicidad individual. Es una apelación fundamentalista, asimilable a afirmaciones de este tipo: somos occidentales y cristianos, representamos al hombre nuevo o poseemos la verdadera y única concepción de la libertad.
En torno a este concepto, precisamente, discurre la controversia que probablemente tiña el debate de la próxima campaña presidencial, y que deberán resolver antes las principales coaliciones para mantener la cohesión. Porque si se discute la cultura en vez de la política, los alineamientos y las identificaciones pueden variar. Si el Estado es una trampa que sofoca la libertad, cabe preguntar qué responderán el radicalismo y el peronismo históricos (y aun el kirchnerismo), para los que constituyó una herramienta para ampliar los derechos sociales y civiles, más allá de corrupciones y prebendas.
Al interior de la principal coalición opositora esta cuestión está haciendo mucho ruido. Porque el liberalismo extremo, de carácter filosófico y cultural, posee afinidades con el neoliberalismo. Comparten un conjunto de creencias y el mismo perfil de votantes. Aunque difieran en algunos puntos, coinciden en el rol subsidiario del Estado, la laxitud ante el capital financiero, el desprecio a los sindicatos, la mano dura con el delito, la cancelación de China y Rusia. Y estigmatizan a los desposeídos, instalando la idea, contra toda evidencia, de que quieren vivir de planes y no trabajar.
¿Avanzarán los neoliberales con los libertarios, afirmando creencias comunes y compartiendo votantes, o aceptarán las demandas de sus socios, que rechazan esa versión de la libertad? Estos interrogantes habilitan a volver sobre la pregunta más general, que se hacía Geertz sobre Indonesia: “¿Dónde está el sentido de todo esto?”. Porque el sentido se encontrará respondiendo, antes de que sea tarde, cuál es la cultura en la que queremos vivir; si asumiremos que la inversión privada es la que crea riqueza y articularemos el Estado con el mercado, las normas generales con el derecho de las personas, la productividad con los subsidios y la modernidad con la justicia.
Todas las interpelaciones, como ahora la libertaria, desnudan malestares y se apoyan en ellos para legitimarse y ganar adeptos. Así, obligan al sistema a replantear sus prácticas y defender sus valores. Reemplazando el progreso –que es lo que demanda la mayoría de las sociedades– por la utopía, estos nuevos dogmatismos usan consignas apodícticas y seductoras que esconden, sin embargo, la violencia y el desprecio del otro, con el pretexto de la libertad. Apuestan a la prevalencia absoluta de lo individual sobre lo colectivo. En rigor, para ellos, abolir el Estado es un recurso para destruir la sociedad.
Murray N. Rothbard, uno de los popes del ultraliberalismo norteamericano, proclama: “Solo la libertad puede lograr la prosperidad, la plenitud del hombre y su felicidad. En resumen, el libertarismo ganará porque es cierto, porque es la política correcta para la humanidad”. Para eso, no solo debemos sacralizar definitivamente al individuo y la propiedad privada, sino también criminalizar al Estado. Se trata de un planteo absoluto y arrasador, bajo la apariencia de una marcha triunfal hacia la verdad.
Los asesinatos masivos en Estados Unidos, una nación admirable, ahora desgarrada por una terrible división cultural, son una consecuencia trágica de ese individualismo feroz. A pesar de Milei, que aprueba la portación de armas en nombre de la libertad, nada hace pensar que alguna vez compraremos fusiles semiautomáticos en el supermercado ni que enseñaremos a nuestros hijos pequeños a manejarlos. Una cultura que no ha renunciado a la solidaridad ni naturalizado la violencia nos preserva todavía de la masacre libertaria.
Nuestro desafío es otro: contagiar el espíritu de asociación de esa cultura a la élite política. Procurar mayor consenso y decencia en la vida pública, comprendiendo que, si reformamos el Estado en lugar de demolerlo y fijamos políticas perdurables, el país puede revertir pronto la larga decadencia que lo tiene atrapado.
*Sociólogo. Fundador y director de Poliarquía Consultores.