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incógnita

Massa, los contratos y Pascal

El Gobierno hizo suyo el diagnóstico de que la Argentina tiene un problema político, no económico. ¿Asumir esa realidad alcanza para cambiar las cosas?

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‘Escoba nueva, barre bien...’ Sergio Massa. | pablo temes

A principios de siglo, el presidente de un gobierno acorralado miró hacia el techo de su despacho y dijo: “Si lo tengo que designar a él, debo entregar el poder”. Se refería a un exministro que, con poderes especiales, llegaría para sacar al país de una crisis terminal. Ese presidente tan vapuleado, que tomaba decisiones discutibles, pero estaba sin dudas al frente del Ejecutivo, constató a los pocos días que no alcanzaba con su temida determinación. El experimento duró poco, dando lugar a un final anunciado y trágico.

Dos décadas después, otro presidente en una situación parecida, pero que para la mayoría no toma las decisiones, acaso habrá sentido lo mismo. Un superministro llega para confirmar su extrema debilidad, recortándole los escasos atributos que aún conservaba. La historia no tiene por qué terminar como hace veinte años, pero el sentido de ese desembarco se debe, como en aquel tiempo, a dos razones: una, más realista y asequible, es llegar como se pueda al final del mandato; la otra, voluntarista e inverosímil, es superar la crisis, restituir la autoridad y ganar las elecciones.

Resulta claro que, al tomar la decisión, el Gobierno asumió el diagnóstico de los especialistas y de la gente: ante todo, la Argentina tiene un problema político, no económico. La cuestión es si asumir esa realidad alcanza para cambiar las cosas. Responderla implica considerar en qué condiciones la política puede encaminar la economía. La respuesta es de manual: con legitimidad. Esta adviene cuando los ciudadanos les reconocen a sus dirigentes cualidades que permiten delegarles, con confianza, la representación de sus intereses.

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Los estudios de opinión, que atraviesan dificultades para pronosticar la conducta electoral, son, en cambio, una herramienta confiable para estimar la legitimidad de los políticos. Lo hacen por dos vías: la cuantitativa, que determina el valor estadístico de la aprobación que reciben, y la cualitativa, que analiza los argumentos empleados para evaluarlos. Las llamadas “nubes de palabras”, elaboradas a partir de las conversaciones recogidas en los focus groups, son muy expresivas: se exponen allí con tamaño preponderante las palabras más mencionadas para describir la situación del país o la opinión sobre sus dirigentes.

¿Qué dice la nube de palabras del nuevo superministro? Nada muy alentador: que no mantiene las lealtades, que es oportunista, que no se puede confiar en él. Justo lo contrario al sentido de su designación: restablecer la confianza y devolver la certidumbre. Muchos analistas y medios de comunicación, es cierto, le otorgan las cualidades de ser hábil, tener capacidad de conducción y buenos contactos con los factores de poder interiores y exteriores. Más allá de eso, el problema que debe resolver posee todavía una dimensión más profunda y poco advertida.

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Sergio Massa (FOTO Agencia NA)

Esa dimensión remite a uno de los fundamentos de la vida social: la vigencia de los contratos. Observando la actualidad argentina se advierte que están trabadas o sumamente dificultadas las actividades que posibilitan la práctica económica: comprar, vender o alquilar bienes y servicios, ahorrar e invertir, importar y exportar, obtener créditos, planificar negocios, adquirir divisas. Todas estas transacciones se tornan kafkianas porque es casi imposible establecer un acuerdo entre las partes que intervienen. Los contratos se celebran para fijar conductas previsibles en el futuro, suprimiendo la incertidumbre. Es el recurso que los argentinos pierden en tiempos de crisis.

Cuando la gente expresa hoy cuál es el problema que más le preocupa, la inflación prevalece sobre todas las demás angustias. Centrémonos en una de sus más destructivas consecuencias: la volatilización de la moneda. Como experimentamos, en condiciones de alta inflación pierde la función de medio de pago y reserva de valor que debe poseer. Pero aquí interesa antes la sociedad que la economía: sin moneda no hay transacciones sostenibles entre partes, porque el dinero es uno de los contratos básicos que posibilitan la interacción social. 

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El economista Michel Aglietta, representante de la teoría de la regulación, fundamenta el carácter contractual e institucional del dinero mediante tres dimensiones de la confianza, que aseguran su soberanía: la metódica, la jerárquica y la ética. La primera se manifiesta a través de la aceptabilidad de los intercambios y el buen funcionamiento de los pagos; la segunda consiste en la garantía de una autoridad reconocida para mantener la estabilidad del sistema; la tercera se refiere a la legitimidad de los principios y valores compartidos por la sociedad. El economista Bruno Théret explica cómo se articulan estas dimensiones: “La soberanía juega un papel determinante en la confianza, porque si la soberanía es legítima, la confianza en la moneda queda asegurada. La confianza metódica está garantizada por la confianza jerárquica, y esta, por la confianza ética”.

Estos tres modos de confiar están gravemente dañados en la Argentina. Por eso, entre los actores económicos imposibilitados de celebrar contratos cunden el encono y la desesperación. Cada uno librado a su impotencia en una situación anómica. Cada uno deseando que concluya la pesadilla del modo que sea. ¿Podrá con esto el superministro, más allá de sus virtudes y defectos? ¿Dispondrá de poder suficiente a falta de simpatía popular? ¿Logrará, como parece inicialmente, despertar una mínima confianza en los mercados?

Ante el abismo, no se trata de fomentar el terror, sino de proceder con mesura. Para eso, la ciencia social actúa calculando las probabilidades de los escenarios futuros; el buen periodismo, describiendo e interpretando la realidad sin fomentar la división; y la oposición responsable, otorgando inicialmente el beneficio de la duda. Pero queda otra posibilidad: la fe. Blas Pascal argumentaba que una mínima probabilidad de que Dios existiera justificaba creer en él. Era el modo de ganar el cielo en caso de acertar la lotería teológica. Por eso escribió: “Estamos embarcados, hay que apostar”.

Contemplando el sufrimiento social de los que no entienden de política ni participan en sus locas disputas, pero necesitan imperiosamente que las cosas mejoren, tal vez sea una contribución apostar, al menos por un tiempo, al éxito improbable de Massa. Si él solo lograra bajar las expectativas inflacionarias, lo que quizás no le alcance para cumplir su sueño de poder, le hará un bien a la sociedad.

Es el módico deseo de este columnista que, como decía Luis Buñuel, es un “ateo, gracias a Dios”.

*Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.