En la introducción a un libro poco conocido que escribió con el embajador William Bullit, titulado El presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico, Freud sostiene que era natural para la forma de pensar de Wilson “ignorar los hechos del mundo exterior real, aun hasta el punto de negar que existieran si estaban en conflicto con sus esperanzas y deseos”. Sencillamente, no le interesaba la realidad sino lo que proyectaba sobre ella: un afán ingenuo, aunque peligroso, de que se alineara a sus deseos. No resultaba relevante para Freud si este comportamiento era consciente o no, la clave consistía en que perversos, paranoicos e histéricos construyen sus fantasías en formas parecidas “hasta en los menores detalles”. Muchos de ellos son nuestros líderes y sus séquitos.
La guerra de veras, en Ucrania, y la de pacotilla, en la Argentina, que se inició anteayer contra la inflación, nos muestran que probablemente el Wilson de Freud esté de vuelta entre nosotros, recargado y vital. En el plano internacional, la prolongación imprevista del conflicto desató actitudes políticas, debates intelectuales y comportamientos mediáticos que parecen seguir el patrón de la fantasía antes que el de la realidad.
Como era esperable, la deriva fantástica se le atribuyó primero a Putin, quien considera que Ucrania es un Estado ilusorio, vacío de sentido nacional, que debe volver a los brazos de Rusia, su madre patria. En la narración imaginaria del líder ruso, los ucranianos anhelan lo mismo que él, algo que los hechos se empeñan en contradecir.
Muchos políticos, intelectuales y referentes mediáticos de Occidente no parecen, sin embargo, haber respondido a los delirios de Putin con sentido de la realidad. En algún punto, sus argumentos y proclamas marcharon en paralelo con las del ruso, para confirmar aquel viejo dicho: en la guerra, la primera víctima es la verdad. Una ola de repentino chovinismo occidental los envolvió; consideraron que la agresión rusa había consolidado definitivamente la unidad de Occidente ante un enemigo al que, sin matices, asimilaron al mal absoluto. Un pensador de la talla de Fukuyama, respetable por su reflexividad y el reconocimiento de sus errores del pasado, cree que si cae Putin será posible recrear el “espíritu de 1989”, que precedió a la desintegración soviética.
No sorprende que los medios audiovisuales hayan simplificado los hechos porque, aquí y en el mundo, tienden a regirse por los deseos de sus audiencias cautivas.
Dan que pensar, en cambio, los argumentos de intelectuales de prestigio y trayectoria. Ellos son los consejeros de las democracias y les cabe importante responsabilidad.
En una respuesta a la tesis del legendario George Kennan, que sostenía que el avance de la OTAN hacia Oriente era un error estratégico con peligrosas consecuencias, el afamado experto en Rusia Stephen Kotkin afirmó que la alianza militar ampliada es una fortaleza y que resulta una tontería pensar que Occidente está en declinación.
Al contrario: Zelensky y los aguerridos ucranianos le devolvieron la identidad y galvanizaron sus valores. ¿Qué necesidad había de extender la OTAN hacia las ex repúblicas soviéticas cuando, al caer el Muro de Berlín, no existían amenazas militares y era una oportunidad para trabajar en favor de la democracia y el consenso? La respuesta de los Kotkin es que Rusia, más allá de la sofisticación de su cultura, constituye una especie de amenaza ontológica para Occidente: es una nación esencialmente agresiva y despótica, y eso nunca cambiará. Ha sonado la hora de cancelar a Rusia. Semeja una condena bíblica, proferida paradójicamente por los mandarines del racionalismo occidental. Somos poderosos, predica Kotkin: “Occidental significa Estado de derecho, democracia, propiedad privada, mercados abiertos, respeto por el individuo, diversidad, pluralismo de opinión y todas las demás libertades que disfrutamos, que a veces damos por sentadas”.
Los ucranianos, bajo las bombas, nos hicieron volver a creer en los valores de la civilización, desde la comodidad de nuestros gabinetes. Como la fantasía, la hipocresía también es un arma de guerra.
Preguntándose si la barbarie de Putin significará el fin del populismo, Ross Douthat, columnista del New York Times y autor del libro The Decadent Society. America Before and After the Pandemic, le responde a Kotkin con doloroso realismo: la decepción, el estancamiento, el declive demográfico y económico, el tejido social cada vez más ensombrecido por la droga, la depresión y el suicidio no desaparecerán porque los rusos fracasen en Ucrania. Douthat hace, además, una observación incisiva: los ucranianos están más cerca del nacionalismo que del liberalismo. Ahora nos nutrimos de ellos, pero pronto, como los polacos y los húngaros, podrían desilusionarnos.
Es probable que en perspectiva Putin esté perdido. Y que esa derrota disminuya las probabilidades del populismo en el mundo. Pero la cuestión es otra, e incumbe a los defensores de las instituciones democráticas: ¿existen valores consistentes, liderazgo político y recursos materiales para que las masas se aparten de los jefes autoritarios? Porque los populismos no nacen de una aberración genética, sino del proceso de descomposición del capitalismo democrático liberal, que profundiza la desigualdad social y económica. La hemorragia de legitimidad encuentra allí su principal explicación.
Mientras tanto, en la Argentina estamos en el tercer día de la guerra contra la inflación, declarada formalmente por el Presidente y su estado mayor. Es un síntoma patético, de algo que la sociedad presiente: el Gobierno se quedó sin recursos económicos y retóricos para encauzar la situación y contentar al pueblo. Le resta refugiarse en la fantasía: derrotaremos militarmente a la inflación, el país crecerá, el programa del FMI no implica ningún ajuste, seremos reelegidos. Suponer que esta negación de la realidad, que es acaso el anticipo de una derrota anunciada, le dará al país una oportunidad de emancipación puede constituir una fantasía parecida a la de los apologistas de Occidente.
Mientras Alberto Fernández vende ficciones, Cristina se retuerce en su narcisismo defensivo y Macri viaja a Italia a jugar al bridge, en los sondeos crecen el pesimismo y la angustia, el desprecio a los dirigentes y la preferencia por una tercera opción, superadora de las dos coaliciones.
Pareciera que todos trabajaran en favor de un diputado en alza, que desprecia el sistema, rifa su sueldo y logra que se anoten en el sorteo 2 millones de argentinos.
*Analista político. Fundador de Poliarquía Consultores.