La invasión de Putin a Ucrania es, sin duda, aberrante, pero tiene un fatídico fundamento histórico. Los que piensen que se trata de la acción de un loco, no habrán entendido el papel de un temible recurso desempolvado después de décadas: la razón de Estado, el argumento político que explicó las guerras durante siglos. Casi ochenta años sin enfrentamientos armados entre países en Europa, nos hicieron creer en el mito del fin de la historia o en la paz perpetua de Kant, cuyo fundamento era la sumisión al derecho por parte de los Estados.
Como han planteado varios analistas, la jugada rusa retrotrae la evolución a una fase anterior y con ello provoca el retorno de la historia, entendida como una lucha violenta de intereses desarrollada en el escenario internacional. Es la antigua lección de Maquiavelo y del realismo político, siempre incómoda. Y es también un nuevo desafío para la democracia liberal, amenazada desde adentro por los populismos y el descontento. Un duro golpe a los filósofos optimistas, de ahora y de antes, que resulta necesario abordar sin prejuicios.
Una primera impresión es la dificultad de Occidente para alinear sus objetivos e intereses, empezando por los del Estado y el mercado. En su evolución desde el conservadurismo, que postuló la cancelación de la historia, a posiciones más progresistas, Francis Fukuyama observó que la libertad de mercado no es incompatible con un Estado fuerte que regule y compense las desigualdades. La libertad económica debe atemperarse considerando la protección social y la estabilidad democrática. Esta voz, más realista que idealista, no es solitaria, basta recorrer los debates en los principales centros intelectuales de Occidente. Pero parece que Europa la desoyó.
¿Qué hizo la democracia liberal europea para llegar a esta tragedia? En primer lugar, sus gobernantes desestimaron, en favor de la hegemonía de EE.UU., la advertencia de afamados expertos en geopolítica norteamericanos y europeos: expandir la OTAN hasta las fronteras de Rusia significa una provocación que en algún momento desatará un grave conflicto. Mientras que esta expansión, caracterizada como un caso de keynesianismo militar, avanzaba, también se consolidaba la dependencia energética de Europa con Rusia. Una contradicción necia e inconcebible: presionar militarmente a Rusia mientras se depende de su energía.
Pero prevaleció el negocio. Importar gas ruso era un win-win para las empresas privadas de energía occidentales y el Estado que gobierna Putin. A la vez, constituía un pilar del bienestar social que los políticos europeos daban por supuesto para mantener su alicaído apoyo social. Parecía que todo cerraba, desconsiderando el regreso de la historia: los Hitler y los Putin son dictadores despiadados, pero imponerle a Alemania en el pasado durísimas compensaciones por la Primera Guerra o sitiar ahora a Rusia con fuerzas amenazantes, les otorgan trágica vigencia. A esto se suma hoy una indecente paradoja: Europa está financiando, de hecho, la guerra de Putin, pagándole el gas y el petróleo del que depende.
Las decisiones políticas y la narración occidental no tuvieron en cuenta esas inconsistencias, que precipitaron la situación actual. Se atendió al corto plazo y a los negocios armamentísticos y energéticos, se dejó de lado la visión estratégica. O no interesó o no hubo el suficiente liderazgo para implementarla. Eso puede ser la consecuencia de otra vulnerabilidad, de carácter político: la aprobación de la gestión de Putin es hoy nítidamente más alta que la de los líderes occidentales, con la excepción del primer ministro italiano Mario Draghi.
Según el Global Leader Approval Rating de Morning Consult, estos no superan el 45% de aprobación, con algunos casos más comprometidos, como Macron y Johnson, cuya aceptación está debajo del 40%. En contraste, la aprobación de Putin era del 71% con las tropas cercando Ucrania, según la consultora rusa Levada. Podría aducirse que estos no son datos confiables. Sin embargo, otra cifra aportada por un sondeo de la CNN, acaso explique la popularidad del presidente ruso: el 70% de sus compatriotas considera que la Unión Soviética fue algo positivo para el país.
Todos estos argumentos no significan, sin embargo, que Putin tenga el horizonte despejado. Una cosa es asesinar opositores, otra invadir países. En primer lugar, podríamos preguntarnos si su guerra en el centro de Europa es compatible con el siglo XXI, un tiempo signado por la revolución tecnológica, la información, los derechos humanos y la mutación de la subjetividad de los individuos. Como nunca antes los líderes políticos están en una caja de cristal, expuestos y acechados por sociedades dispuestas a descubrir sus tretas o simplemente a mofarse de sus deslices en las redes sociales. Es un mundo que redefine la noción de libertad, aun alienada, con herramientas tecnológicas sofisticadas al alcance de cualquiera.
En segundo lugar, debe considerarse la cuestión de los valores y las costumbres. Sabemos que la legitimidad política está determinada en primer lugar por la economía, pero esa no es una cuestión absoluta. Los valores no económicos juegan un papel destacado; ante la guerra, prevalece el nacionalismo, la sociedad se retrotrae a pulsiones comunitarias que alimentan el honor de los combatientes. Ucrania, hasta aquí, lucha en defensa de su territorio. Los rusos apoyan a Putin, pero no a su guerra. Porque existe algo más global, que la torna indeseable: la gente quiere trabajo e ingresos, vivir en paz, de-sentenderse de la política, consumir, salir de vacaciones, mirar streaming, bajarse aplicaciones. ¿Qué tiene que ver todo eso con la guerra de Putin?
Acaso este conflicto permita constatar si la razón de Estado puede articularse todavía con la cultura posmoderna. La sociedad de la información con los tanques. El shopping con los misiles.
El smartphone con las bombas racimo. Regresó la historia, pero a un mundo globalizado que tuvo, para bien o para mal, una extraordinaria transformación en los últimos años. Parece que Putin lo subestima y eso puede ser su ruina, más allá de una circunstancial victoria militar.
¿Estos cambios culturales garantizarán la atenuación de las guerras, como afirman los intelectuales optimistas?
No lo sabemos, pero si eso no ocurre en los lugares alejados del interés mediático quizá suceda en el corazón de Europa.
Los occidentales podemos ser indiferentes a Afganistán, aunque tal vez no a una tragedia desatada en la cuna de la civilización a la que pertenecemos.
*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.