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La estafa de una no-presidencia

La semana estuvo envuelta en todo tipo de rumores. Sobresalió uno, dicho con disimulo: que el Presidente tomará una decisión drástica.

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Respaldo Cristina Fernández. | pablo temes

A mediados de la década del 80, el antropólogo francés Marc Augé acuñó el término “no-lugar” para describir ciertos aspectos de lo que llamó la “sobremodernidad”. El no-lugar es el reverso del lugar. Carece del rasgo distintivo que define a este: constituir un espacio de identidad y vínculos históricamente determinados. El no-lugar es impersonal y anónimo, provisional, de tránsito, inapropiado para integrar el pasado al presente. En este sentido, carece de antecedentes, permanece ajeno a la sucesión temporal, cerrado sobre sí mismo, indiferente al contexto. Aeropuertos y estaciones, autopistas y supermercados, entre otros, cumplen esos requisitos, según Augé.

Ensayemos una suposición, acaso arriesgada: que una institución política pueda convertirse en un no-lugar. Suena descabellado, porque la política es un ámbito por excelencia donde confluyen la identidad, las tradiciones y los vínculos. A pesar de las revoluciones, las diferencias culturales o el condicionamiento histórico, el liderazgo, el carisma, la legitimidad, el consenso o el conflicto permanecen como categorías universales que describen ese complejo mundo de interrelaciones que llamamos política. La institución presidencial es una de sus expresiones clásicas, principalmente en el caso de los sistemas no parlamentarios como el nuestro.

Inspirada en la Constitución norteamericana, y fiel a la intención de Juan Bautista Alberdi de poner al frente de los países del Sur “reyes con el nombre de presidentes”, nuestra carta magna le concede al presidente atributos decisivos. Según el artículo 99, es, en primer lugar, “el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país”. Expide instrucciones y reglamentos, participa en la formación de leyes, es comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, declara la guerra y el estado de sitio, concluye y firma tratados, prorroga las sesiones del Congreso, puede expedir decretos de necesidad y urgencia, etc. Un repertorio completo de poder.

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Cultura y masacre libertaria

En ese esquema, el vicepresidente ocupa un lugar secundario y subordinado. Según la Constitución, posee únicamente dos funciones: reemplazar al presidente en caso “de enfermedad, ausencia de la Capital, muerte, renuncia o destitución” y presidir el Senado, ejerciendo el voto solo cuando deba desempatarse. En el actual período democrático, el caso de Carlos “Chacho” Álvarez se aparta algo de esta caracterización por cuanto era el jefe de uno de los partidos que conformaban la coalición que alcanzó el poder en diciembre de 1999. Aunque la jefatura presidencial permaneció claramente preservada, su renuncia temprana significó un debilitamiento insuperable para ese gobierno.

Cuando en mayo de 2019 Cristina Kirchner decidió colocar a un subordinado a la cabeza de la fórmula para las elecciones de ese año, autodesignándose candidata a vicepresidenta, fue mucho más allá: desconoció los antecedentes históricos y las premisas constitucionales que rigen la primera magistratura. Invirtió los términos, poniendo el poder partidario por sobre la autoridad presidencial. Con fines electorales, diseñó un dispositivo donde quedaban disociados la jefatura política y la administración burocrática, que la Constitución sintetiza en la figura del presidente. Una verdadera estafa. La adulteración de la jerarquía fue una táctica exitosa para ganar, pero una estrategia nefasta para gobernar.

Así, la ex presidenta concibió un artefacto que no se mensura por su nivel de fortaleza o debilidad, ni por su legitimidad o ilegitimidad. Se trata de otra cosa, que aquí llamamos no-presidencia: un espacio carente de interacciones válidas, sin antecedentes históricos ni capacidad para generar algún tipo de identificación. Un engendro que no puede aspirar a la legitimidad, porque ella se otorga a individuos o instituciones relativamente definidas y consistentes. Una aberración de estas características, habitada además por personas que tienen miradas dispares y se detestan, impide tomar decisiones claras y es generadora de anomia e incertidumbre en el nivel máximo de conducción, donde se establecen las normas.

La experiencia del Gobierno mostró además que los integrantes de la fórmula no consiguieron plasmar sus objetivos políticos individuales o establecer un funcionamiento mínimamente coordinado, quedando involucrados en un juego que nunca logró satisfacer los intereses de ninguno de ellos. La vicepresidenta, porque la sociedad espuria que inventó jamás le permitió superar la debilidad que la llevó a concebirla. Y el Presidente, además de sus errores y agachadas, porque su cargo nació muerto, por las razones que se expusieron.

La imparable carrera presidencial

En términos de la sociedad, las consecuencias no pueden ser más destructivas. La imagen de la presidencia que posee la opinión pública no tiene antecedentes en los casi cuarenta años de democracia: solo el 5% de la población cree que Alberto Fernández toma las decisiones. Y hacia atrás no hay nada que pueda comparársele en un régimen democrático en la época moderna. Cámpora, Lastiri, Isabel Martínez, entre otros, fueron presidentes condicionados y transitorios, pero no manipulados por el vicepresidente. Tampoco puede asimilarse el triste papel de Fernández con el de Fernando de la Rúa, un presidente del que nadie dudaba que tomara las decisiones, más allá de si fueran contundentes o apropiadas. 

La semana que pasó estuvo envuelta en todo tipo de rumores. Pero sobresalió uno, expresado con disimulo: que el Presidente tomara una decisión drástica. ¿Será esa decisión innombrable correrse del medio, buscando restablecer la naturaleza de las cosas, para que el poder político coincida con la autoridad presidencial?  

Al describir la guerra del Peloponeso, el ensayista George Steiner, un asiduo invitado a esta página, escribe que “oscuras fatalidades y sombríos errores de juicio” atrapan a los protagonistas, que “enredados por una falsa retórica y movidos por impulsos políticos que no pueden explicar a conciencia, salen a destruirse entre sí, con una especie de furia sin odio”.

Leamos bien: la estafa de la “no-presidencia” puede concluir en tragedia. Para los protagonistas, que pasaron todos los límites de la vergüenza y la irresponsabilidad, ya es tarde. ¿Habrá fuerzas políticas, económicas, sociales y sindicales capaces de contener este deslizamiento a la locura y la autodestrucción, hasta que los argentinos vuelvan a votar y se restablezca el rol presidencial? 

La respuesta es incierta, pero de ella dependerá la estabilidad de la democracia en los próximos meses.

*Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultores.