Hugo Alconada Mon lanzó su primera novela histórica titulada La Ciudad de las Ranas. Fue editada por Planeta y se centra en la fundación de la ciudad de La Plata, lugar donde nació, y la rivalidad existente en aquel momento entre el presidente Julio Argentino Roca y el gobernador Dardo Rocha.
Tras publicar siete libros de investigación periodística, el abogado y escritor decidió incursionar aún más en la literatura y optó por trabajar no sólo con datos reales de la historia argentina sino también con sucesos ficticios que le ayudaron a darle forma y color a su novela.
La Ciudad de las Ranas presenta una historia situada en Buenos Aires, en los años 80', con un foco particular en el surgimiento de la ciudad de La Plata. De hecho, su nombre hace alusión a la forma despectiva en la que el presidente Julio Argentino Roca llamaba al proyecto de fundación del lugar a cargo de Dardo Rocha, gobernador de la provincia de Buenos Aires.
El objetivo de Rocha era ocupar el lugar de Roca y el impulso que necesitaba para hacerlo era la fundación de La Plata como nueva capital de la provincia, lo que derivó en la rivalidad entre ambos políticos. A su vez, la novela también narra y presenta diferentes escenarios de la época como la historia de los inmigrantes que trabajaron en las obras para levantar la capital.
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En este sentido Alconada Mon detalló que gran parte del libro es real, en base a la consulta de cientos de libros y papers académicos y con diálogos tomados de la correspondencia de aquellos políticos, pero que otra gran parte es ficción, con historias y personajes completamente ficticios.
Primera parte de "La ciudad de las ranas"
Buenos Aires, 12 de junio de 1882
Se miraron como los amigos que no eran pero necesitaban ser.
—Permítame que le pregunte si no ha encontrado siempre en mí una cooperación decidida y una lealtad libre hasta de la sospecha en los momentos más difíciles.
Julio Roca se removió en el sillón, incómodo. Prefería afrontar la metralla de los cañones, los vientos patagónicos y la atropellada de caciques ansiosos por degollarlo antes que esas melosidades. Pero así eran los porteños con sus ardides, añagazas y veleidades.
—¡Claro que sí! Siempre y en todos los momentos he encontrado en usted un apoyo eficaz a mi gobierno y un amigo decidido. Lamento el incidente —replicó, y notó que sus palabras inyectaban los primeros signos de distensión en el rostro de Dardo Rocha—. Debe y puede usted contar con el presidente y el amigo para todo lo que sea ayudarlo.
Los había presentado Eduardo Wilde en octubre de 1871. Eran jóvenes pero cargaban ya con varias batallas militares y políticas sobre los hombros, y forjaron una sociedad de beneficios mutuos que por momentos pareció asemejarse a una amistad. Pero no pasó de parecerlo. Fueron y vinieron cientos de cartas y telegramas, cruzaron información sensible durante años y alimentaron los sueños compartidos de anexar la Banda Oriental del Uruguay al territorio argentino. Pero nunca orillaron, siquiera, la frontera del tuteo.
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Roca había llegado a la presidencia con el apoyo de Rocha. Y este había alcanzado la gobernación de la provincia de Buenos Aires, la más poderosa del país, con el respaldo decisivo de aquel. Juntos habían sorteado zancadillas políticas, espionajes, amenazas, la rebelión armada de Carlos Tejedor y acusaciones varias de traición de sus propios seguidores. Pero sus caminos comenzaban a bifurcarse, aunque lo callaran por conveniencia. Rocha todavía no había terminado de sujetar el bastón de gobernador y ya se había obsesionado con el sillón de Rivadavia. Estaba convencido de que a Roca, del interior, tenía que sucederlo en la presidencia un porteño, él. Pero «el Zorro» no iba a permitirlo.
—Es usted un hombre de fe, de energía moral incontrastable y mi amigo. Jamás lo olvide —le insistió Roca, y apuró la copa de brandy Valdespino. De inmediato, se incorporó y esperó que lo imitara el dueño de casa, un hábito adquirido durante tantos años de liderazgo. General a los 31, presidente a los 37, mandar era lo suyo, incluso en solar ajeno.
En esta ocasión, se vio forzado a jugar de visitante. Uno de sus ministros, Manuel Pizarro, se había ido de boca contra el gobernador, sin medir los efectos de su lengua precoz. Y allí estaba él, al filo de la medianoche, decidido a restablecer puentes. Abnegación y cálculo, se repitió a sí mismo. Así había llegado a la presidencia. Así doblegaría a su anfitrión, al que definía como «capaz de todo» en sus cartas. «Siempre con sus aires clandestinos y haciéndose el sospechoso», lo fileteaba por escrito, aunque le reconocía que era «menos malo que los otros».
Rocha observó al conquistador del Desierto enfilar hacia la puerta, pero demoró un segundo más en ponerse de pie. «Esta es mi casa. Y la de mis padres. Y la de los padres de mis padres. No te equivoques, Zorro», se regodeó. «Aquí ordeno yo, como mandaré también en el país. Seré presidente, lo quieras o no»
—Me gustaría mostrarle las Lomas de la Ensenada, donde levantaremos la nueva capital de Buenos Aires —le dijo, al incorporarse—. ¿Cuándo me hará el honor de acompañarme en un recorrido especial? Sin su concurso, el éxito de esta obra magna que me he atrevido a afrontar sería muy dudoso.
A los amigos cerca, a los enemigos, más cerca aún, calibró el Zorro, deseoso de postergar la ruptura cuanto fuera posible. Ya habría tiempo para cobrarse la negativa a ceder los partidos bonaerenses de Belgrano y San José de Flores para robustecer la flamante Capital Federal.
—Mi querido amigo, cuente conmigo. Creo que este será el acto más trascendental de su gobierno y que con él contribuirá muy eficazmente al afianzamiento de las instituciones y a la consolidación de Buenos Aires como capital de la República. Iremos cuando usted lo disponga.
El edecán presidencial, Artemio Gramajo, se cuadró al verlos salir de la biblioteca y pasar junto al salón Carlos III, con sus tapices e impronta recargada. La esposa de Rocha, doña Paula, se había retirado a la planta alta con los hijos y casi todo el personal dormía hacía rato. Reinaba el silencio en el caserón de la calle Lavalle al 800.
—Estupendo. Haré que coordinen nuestras agendas. Si salimos en el tren expreso de las diez y media, podremos llegar a Punta Lara hacia el mediodía, y ahí subirnos al Decauville y almorzar en la estancia de los Iraola, donde montamos nuestra base de operaciones.
Estrecharon sus manos en la vereda, alumbrados apenas por una farola. El frío mutuo que sintieron no se debió al invierno.
AS / MCP