La estrategia de ajuste que está implementando el gobierno se basa en que el gasto público aumente por debajo de la inflación. La prioridad en la reducción del déficit fiscal es tan alta que el Presidente ha advertido en varias ocasiones que vetará cualquier ley aprobada por el Congreso que implique un aumento en el gasto sin respaldo financiero, es decir, que comprometa el equilibrio fiscal.
Como ya sucedió con las jubilaciones, esta semana fue el turno de las universidades, donde Milei vetó una ley que tenía un costo fiscal de 0,14 puntos del PBI, un tercio de lo que costaba la reforma jubilatoria.
El ajuste no soluciona los problemas de gestión
La masiva protesta universitaria puso en agenda la discusión sobre el presupuesto universitario. Pero a pesar de los conflictos actuales, la caída en el presupuesto universitario no es de este año, sino que es de larga data. Cae medido en términos de alumnos, pero se reduce aún más si se mide por universidades.
Esto se debe a que la reducción presupuestaria ha coincidido con la creación de nuevas universidades, una estrategia que se presenta como un compromiso con la ciencia y la educación, pero que en la práctica acelera la decadencia del sistema de educación superior.
En este escenario, aplicar un ajuste sobre un sistema mal organizado no soluciona los problemas, y en muchos casos los empeora. Desde una perspectiva fiscal, el pequeño ahorro logrado en los primeros meses del año probablemente se desvanecerá pronto debido a la necesidad de improvisar soluciones para evitar nuevas protestas.
En términos de eficiencia, el ajuste perpetúa y agrava decisiones de administración erróneas, como la creación de universidades sin financiamiento adecuado. Lo que ocurre en las universidades es análogo a lo que sucede en el resto del sector público: el ajuste no resuelve problemas organizacionales. Urge pasar de la etapa del ajuste a la del ordenamiento.
Pero, ¿a quién le importa la educación? Más allá del conflicto universitario, se evidencia un claro desajuste entre los discursos y la realidad cuando se habla de educación. Siguiendo estrictamente el “manual de lo políticamente correcto” abundan los discursos en favor de la educación pública. No discrimina ideología, prácticamente todos
-incluido quienes administran o administraron el sistema en el pasado- repiten monótonamente similares ideas. Sin embargo, los resultados, en términos de los aprendizajes de los alumnos, son alarmantes.
Las pruebas Aprender, aplicadas a estudiantes de sexto grado en materias claves como lengua y matemáticas, reflejan que sólo el 66,4% de los alumnos alcanzó niveles satisfactorios o avanzados en Lengua, y en Matemática, apenas el 51,6%. Además, el rendimiento académico varía significativamente según el nivel socioeconómico. Entre los hogares de mayores ingresos, 1 de cada 4 niños que termina la primaria no domina habilidades básicas como leer, escribir, sumar o restar.
Sin embargo, la situación es mucho más crítica entre los niños de hogares pobres, donde casi 3 de cada 4 carecen de estas habilidades esenciales. El fracaso del sistema educativo tiene consecuencias trágicas, ya que la mayoría de los niños en Argentina provienen de contextos desfavorecidos.
Esta crisis es tan profunda y generalizada que lleva a la categoría de utopía el planteo de que las universidades públicas son una herramienta de movilidad social. Según la Secretaría de Educación, sólo el 45% de los alumnos egresan en el tiempo estipulado (30% de los estudiantes de escuelas estatales y el 15% de los de escuelas privadas). Del 55% que no se gradúa a tiempo, el 90% pertenece a colegios estatales.
La degradación de la educación básica condiciona la educación superior. Las universidades no contribuyen a la movilidad social, no porque tenga deficientes en su gestión (que sin dudas las tienen) sino porque la mayoría de los jóvenes, especialmente los que provienen de familias de más bajos ingresos, no tienen la oportunidad de ingresar a ellas.
Cambiar esta realidad es tan prioritario como desafiante. El primer paso es sustituir los discursos oportunistas por la autocrítica. Menos hipocresía, más humildad. En segundo lugar, transparentar la situación del sistema educativo. Más evidencias, menos anécdotas. Si logramos cumplir con estos requisitos es viable promover una reflexión sincera que permita comenzar a imaginar las soluciones.
(*) Jefa de Investigaciones de Idesa