C. tiene 17 años recién cumplidos. Se vinculó por primera vez al proceso penal en julio de 2016. Esa experiencia significó un niño al que el sistema se lo llevó por delante, sin anestesia.
Fue agredido físicamente en cuatro oportunidades. Los informes sobre su conducta en ese momento fueron todos positivos. No tuvo sanciones ni apercibimientos. No consumió drogas. Respetó a pares y referentes. Logró un sistema de salidas experimentales hasta que un juez resolvió que regresara a su hogar.
A los tres meses, se lo vinculó nuevamente con otro hecho grave. No daremos precisión de qué investigación se trata ni quién es el protagonista de la historia por tratarse de un menor de edad y porque tiene temor a represalias.
PERFIL Córdoba recorrió su estadía en el Complejo Esperanza a través de los informes elaborados por la psicóloga de la institución. Durante los primeros meses de internación, refirieron: “No hay signos de angustia o ansiedad por la situación de detención”, “está ubicado en tiempo y espacio”, “maneja sus tiempos con autonomía, no consume sustancias psicoactivas, tampoco presenta problemas con sus pares ni con los adultos”. Y se le recomendó la realización de todas las actividades.
Pasados tres meses, se produjo una notoria involución. Intervino una psiquiatra e informó que C. comenzó a presentar un “estado emocional disfórico, altos montos de ansiedad y malestar generalizado”. Todo ello debido a la suspensión de actividades en el centro por la fuga de un adolescente, lo que determinó la interrupción de los talleres y clases en la escuela generando aislamiento y mayor cantidad de horas de ocio. Tuvo un episodio de autoagresión y aparecieron consumos de alcohol y marihuana. La psiquiatra le prescribió sertralina, risperidona y clonazepan, fármacos que actúan sobre el sistema nervioso central. Siguió sin actividades escolares ni en talleres hasta que el Juzgado Penal Juvenil que dispuso su encierro ordenó a la Senaf el cese de las prohibiciones.
En el interín protagonizó junto a otros jóvenes hechos muy violentos contra sus pares que, en un caso, terminó con un menor internado en el Hospital de Urgencias al recibir una herida con una especie de boleadora fabricada con materiales del taller de carpintería.
Un derrotero de fracaso. Un adolescente que perdió la inocencia. De socializar a derramar violencia. Este diario pudo dialogar con él.
—¿Qué te pasa acá adentro?
—Acá te buscan la jeta. No te podés quedar callado. Aprendí. Ahora sé defenderme.
—¿Te sentís mejor o peor persona de cuando entraste?
—Esto te empeora. Encerrado acá tengo a mi familia condenada conmigo. La primera vez que estuve los maestros me “hicieron c….” me marcaron la espalda tirándome contra la cinta (reja).
—¿Con tus compañeros de pabellón de qué hablan cuando imaginan salir de acá?
—Yo escucho. Todos dicen: ojalá cuando salga no me choque con algo. Yo quiero cambiar, estoy haciendo lo posible, pero acá es imposible.
En general, los chicos del Complejo duermen hasta tarde. Tres días por semana tienen taller durante la siesta, una o dos horas, los separan para neutralizar antagonismos de grupos. Y a la escuela van dos veces por semana. Todo dentro del perímetro del Complejo en el que se distribuyen pabellones y espacios socioeducativos.
Diciembre, enero, febrero son meses conflictivos. Ahora están rindiendo, ya no irán más a la escuela. Sumarán horas de ocio, ¿se potenciarán las disputas? El encierro cala hondo en ciertas personalidades. A C. lo visitan su madre y hermanos. Otros ni siquiera tienen ese sostén afectivo. Casos como este plantean, sin caer en lecturas simplistas, cuánto produce el encierro en algunos jóvenes y cómo responde el sistema cuando en vez de mejorar a un adolescente empeora su conducta. ¿De qué le sirve a la sociedad un sistema que no garantiza que, cuando salgan, sean mejores para evitar que reincidan?
EL IMPACTO DEL ENCIERRO EN EL MENOR
Por Manuel Calderón (*)
Estamos equivocados si pensamos que a un menor se le procura la “protección integral mediante la promoción, prevención, asistencia, resguardo y restablecimiento de sus derechos” –del art. 1 de la Ley 9.944- a través del encierro en el marco institucional que hoy tiene la provincia de Córdoba. La medida cautelar que se dictó a uno de los menores que defiendo -aunque es una regla general con raras excepciones- es un régimen disfrazado de prisión preventiva, propio de los sistemas procesales para mayores de edad.
Si deseamos aplicar en serio la noción que la ley impone de protección integral de niñas, niños y adolescentes, debemos tomar el toro por las astas y enfrentar la realidad desnudos de eufemismos. Si se compara con sus antecedentes escolares, familiares, se aprecia en este caso la involución humana sufrida en su derrotero institucional.
El ejercicio de la magistratura exige coraje. No basta que exista prueba sobre la existencia del hecho, su participación o riesgo procesal. Hay otros elementos que el juez no puede eludir: la forma en que impacta en la persona del menor la privación de libertad dentro del terriblemente defectuoso ámbito institucional que hoy ofrece Córdoba.
He hablado muchas veces con él y su discurso es siempre el mismo: “Acá adentro me endurezco o no sobrevivo, peleo o me agarran de gil otario”. Lo que inicialmente fue una forma de defenderse, pasó a formar parte de su personalidad. En la mayoría de los casos, prolongar el encierro es una forma de sacarse el problema de encima, pensando “no vaya a ser que vuelva a cometer otro delito”, cuando las instancias educativas, terapéuticas y sociolaborales puede ser acompañadas y controladas institucionalmente sin que ello implique necesariamente privación de libertad.
(*) Abogado defensor