A siete días de la primera vuelta, la única certeza en Perú sería la de que habrá segundo turno el 6 de junio, ya que ninguno de los 18 postulados para suceder al actual mandatario de transición, Francisco Sagasti, alcanzaría la mayoría absoluta de sufragios requerida para evitar el balotaje.
Sondeos divulgados esta semana situaron primero al excongresista de Acción Popular Yonhy Lescano, pero con apenas un 11 o 12 por ciento de preferencias. Las cifras se estiraban hasta un 19 por ciento si no consideraban a quienes manifestaron que anularían su papeleta o votarían en blanco el próximo domingo. Estos dos últimos grupos juntos suman hoy casi un 40 por ciento del electorado.
En virtual ‘empate técnico’ con Lescano aparecen cinco aspirantes más, cuya ubicación y números cambian según los autores y/o destinatarios de los relevamientos. Uno de ellos es el ultraconservador Rafael López Aliaga (9,7%), cuyas ideas y perfil ligado al Opus Dei no se condicen con el nombre de su fuerza: Renovación Popular. Casi con idéntico porcentaje de intención de voto (9,6 y en alza) aparece Verónika Mendoza, tercera en 2016 y abanderada de Juntos por el Perú, otro nombre paradójico si se piensa que la izquierda –que hace cinco años constituyó un frente más amplio y unido– ahora concurre fragmentada.
Medio escalón más abajo y con intenciones de voto que oscilan entre el 8,5 y el 7,5% se ubican el economista Hernando de Soto, de Avanza País; el exarquero de Alianza Lima y la selección peruana de fútbol George Forsyth, de Victoria Nacional, y Keiko Fujimori, líder de Fuerza Popular, que en 2011 fue derrotada por Ollanta Humala (ahora otra vez candidato) y quien en 2016 quedó en el umbral de la presidencia tras ganar el primer turno y perder por apenas 40 mil votos el round decisivo frente a Pedro Pablo Kuczynski.
Keiko es portadora de un apellido demasiado pesado en la política peruana de los últimos 30 años. Ello le vale hoy el mayor rechazo entre los votantes, pero también le asigna alguna chance de aglutinar un voto silencioso u oculto y marcar alguna ‘sorpresa’ dentro de siete días, opina desde Lima el periodista Javier Romero.
A los otros 12 candidatos, incluido el expresidente Humala, los encuestadores no les conceden posibilidad alguna de pasar a la segunda vuelta, aunque el apoyo de esos nombres cotizará alto al tratar de aglutinar en dos meses a un electorado atomizado y escéptico. Y todo ello en el contexto desolador de la pandemia, que ya ha causado unas 53 mil muertes en este país de 33 millones de habitantes.
Momentos. Sin pretensión de caer en lugares comunes, la pregunta retórica sobre en qué momento se jodió el Perú que el Mario Vargas Llosa de fines de los 60 dejó en su Conversación en La Catedral, sigue repicando en este primer cuarto del siglo 21. No se intenta, ni sería factible, resumir aquí los vaivenes políticos de las últimas cinco décadas, pero hay acontecimientos y nombres que ayudan a comprender el laberinto institucional actual.
Mañana se cumplirán 29 años del día en que Alberto Fujimori, el ignoto ingeniero agrónomo que llegó al poder subido a un tractor en 1990, cerraba el Congreso apoyado por los tanques del ejército, en un autogolpe que no fue óbice para que en 1995, reforma constitucional mediante, fuera reelegido hasta el 2000. Recién allí las coimas y la difusión de los escandalosos videos extorsivos de su temible asesor de Inteligencia, Vladimiro Montesinos, dieron sustento a las denuncias opositoras y sepultaron las intenciones del ‘Chino’ de seguir en el poder tras los objetados comicios con que proclamó su re-reelección. El corolario fue una dimisión por fax desde Japón que el Congreso rechazó y convirtió en vacancia (destitución) “por incapacidad moral”. Meses después, el otrora todopoderoso gobernante de mano dura contra las guerrillas de Sendero Luminoso y el MRTA, el del sangriento desalojo de la embajada, el de la guerra con Ecuador, era juzgado y condenado por crímenes de lesa humanidad y corrupción.
Fujimori no fue el único mandatario peruano surgido de las urnas que en este siglo enfrentó denuncias, cárcel o imputaciones que aún se sustancian en diferentes instancias y tribunales. Todos los que le sucedieron, excepto el interino Valentín Paniagua (fallecido en 2006), quedaron salpicados por la turbia trama de contratos, coimas y prebendas ligados a Odebrecht, en lo que fue la pata peruana de la hoy cuestionada Operación Lava Jato.
Alejandro Toledo (2001-2006) espera en Estados Unidos evitar su extradición y Humala (2011-2016) tras dejar el poder pasó nueve meses en prisión preventiva, una medida de la que fiscales hicieron uso y también abuso recurrente. Alan García, quien presidió un gobierno socialdemócrata entre 1985 y 1990 y otro de corte liberal, cuando regresó del exilio al poder entre 2006 y 2011, se suicidó el día en que policías se aprestaban a detenerlo en su casa, también en un día de abril, de 2019. La propia Keiko pasó tres meses presa.
Cuando la sucesión de arrestos y operativos contra dirigentes políticos tenía sus primeras puestas en escena, llegó Kuczynski, o ‘PPK’, un fiel exponente del establishment económico-financiero que prometía un cambio moralizador para el país. Sin embargo, su mandato iniciado el 28 de julio de 2016 y que debía concluir idéntico día de este año se truncó en medio de otro escándalo en marzo de 2018. El pasado de PPK no estaba tan impoluto como promocionaba y cuando el Congreso unicameral (de mayoría opositora) lo puso en jaque no encontró mejor recurso que atar su supervivencia en el cargo a un pacto con Kenji, hijo menor de Alberto Fujimori. El hermano de Keiko, entonces parlamentario, prometió a PPK los votos suficientes para salvarlo del juicio político o “de vacancia”, a cambio de un indulto para su padre. Videos filtrados, con evidencias de sobornos y acuerdos espurios precipitaron la renuncia del mandatario.
Así llegó a la Casa de Pizarro Martín Vizcarra, el vice al que fueron a buscar a la embajada en Canadá para que se hiciera cargo del Ejecutivo, pero en cuya foja de servicios había algunas manchas y sospechas de negocios non sanctos. En septiembre de 2019 Vizcarra intentó zanjar su puja con el Legislativo de manera drástica: la disolución del Congreso y el llamado a elecciones parlamentarias para ocupar con otros nombres las 130 bancas. Esta vez no hubo tanques y sí la invocación algo vidriosa de un artículo constitucional.
Igual de intempestiva fue la manera con que el nuevo Congreso, fragmentado y poblado por otras caras, revocó a comienzos de noviembre de 2020 a Vizcarra por “incapacidad moral permanente” y nominó primero a Manuel Merino (no duró una semana) y luego a Francisco Sagasti. Mientras en las calles el “que se vayan todos” se hacía clamor y las protestas quebraban cualquier distanciamiento social, el Covid-19 inscribía al Perú entre los países con más muertes por millón de habitantes y repartía postales de una nación sin suficientes camas ni oxígeno para sus hospitales.
Brechas. El coronavirus contrapuso al país ponderado por la estabilidad de su moneda o el crecimiento de su macroeconomía, las urgencias de quienes sobreviven en la precariedad de empleos informales. Las desigualdades y contrastes quedaron al desnudo de la mano del virus. La difícil convivencia entre el Perú del siglo 21, que habita San Isidro y otros acomodados distritos limeños, y el del siglo 19, de Huancavelica, según la descripción que una vez nos hiciera el periodista y escritor César Hildebrandt, se profundizó.
En ese país desigual, una veintena de partidos pugnarán por el favor de los ciudadanos. Una pala, una casita, un pez, una escoba, un lápiz, una flor, una campana o letras alusivas a los nombres del partido o candidato, son logos que buscan generar empatía a falta de programas o discursos con contenido político. Se augura gran dispersión de sufragios. Aunque cualquier cosa puede suceder en este Perú donde ya pasó de todo.