“Si quieren venir, que vengan…” arengaba la sórdida voz de un uniformado ante una plaza enardecida, la misma que apenas un par de días antes se había visto colmada de hartazgo hacia su gobierno, al que le exigía “pan, paz y trabajo”.
“Que traigan al principito”, repetían en su cita textual de un fugaz gobernador de la islas medios periodísticos apremiados por la censura pero también cebados en su propio chauvinismo a la hora de simplificar una contienda bélica, como si se tratara de un partido de fútbol.
“Los chicos están bien; no pasan frío y comen bien… Hasta van a volver con unos kilos de más”, declamaba otro oficial reporteado con obsecuencia mientras en las islas la falta de abrigo, pertrechos, alimentos y preparación adecuados eran un enemigo más que se sumaba en contra de jóvenes sin experiencia alguna. Jóvenes que en muchos casos padecieron el maltrato y los vejámenes de sus propios superiores y cuyo heroísmo se agranda al repasar tal contexto.
“Estamos ganando”, se insistía en medios oficiales y revistas oficialistas de entonces, con informes sesgados como en cualquier guerra. Pero la exageración de cada victoria parcial en el teatro de operaciones del Atlántico Sur se volvería luego un boomerang cargado de broncas y reclamos individuales y sociales tras la derrota y capitulación del 14 de junio.
La buena fe y el compromiso ciudadano con que un país entero se embarcó en una reivindicación legítima en su esencia, pero improvisada y contraproducente en sus formas de llevarla adelante, se vieron vulnerados por una dictadura que entraba así en la cuenta regresiva hacia su inexorable final.
Hipótesis contrafácticas. ¿Qué hubiera pasado con el último régimen de facto de Argentina si el resultado en el campo de batalla de las islas se coronaba con victoria? La misma pregunta se repite año tras año desde hace cuatro décadas y también atraviesa el Océano Atlántico hacia el Norte.
¿Cuánto más habría durado como inquilina del Número 10 de Downing Street una dama cuyo hierro lucía oxidado entre políticas impopulares y ajustes que golpeaban a la clase trabajadora británica? El conflicto librado en los remotos confines del Sur relanzó al gobierno que encabezaba desde mayo de 1979 Margaret Thatcher y permitió a la primera ministra conservadora quedarse en el poder hasta fines de 1990, con dos reelecciones ganadas de por medio.
Si hasta pareciera que entre Londres y sus incondicionales aliados de América del Norte se hubieran prohijado los libretos de un drama del que fuimos parte.
Solo una diplomacia como la del Ejecutivo que encabezaba Leopoldo Galtieri podría haber contado con que en una guerra contra el devaluado o ya caduco imperio británico, otro imperio vigente -como Estados Unidos- iba a ponerse del lado argentino o, al menos, ser “neutral”. ¿Quién habrá sugerido que a la Casa Blanca, ocupada entonces por el ex actor Ronald Reagan, le sería moralmente reprochable desdeñar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), firmado en Río en 1947, para priorizar sus vínculos históricos, culturales y estratégicos con su principal socio en la Otan, la poderosa alianza militar del Atlántico Norte, erigida en 1949?
Los errores o la impericia en la estrategia política de la guerra constan, entre otros sitios, en el Informe Rattenbach, que militares argentinos en retiro de las tres armas elaboraron en el tramo final de la dictadura.
Los posicionamientos, alianzas y “traiciones” de entonces cobran otra dimensión cuando algunas voces miran hacia aquellos tiempos de Guerra Fría, años de plomo y Operación Cóndor (con la venia y supervisión de Washington en el “patio trasero” de Latinoamérica), bajo el prisma de la actual guerra en Ucrania. Sin embargo, contextos, protagonistas y reacciones difieren en demasía como para intentar analogías.
El aliado de la corona. De aquel tablero político regional quedan algunos vestigios que proyectan algo de sombra. Entre ellos, los recelos que persisten con Chile, país cuya última dictadura mantuvo estrechos nexos con los regímenes de facto argentinos a la hora de articular la persecución, represión o desaparición de opositores políticos, pero con el que se estuvo a punto de ir a la guerra en 1978 por el diferendo del Canal de Beagle.
Fue la propia Thatcher la que reavivó suspicacias cuando en octubre de 1998 agradeció a Augusto Pinochet su invalorable intercambio de información, uso del territorio para la instalación de radares y vuelos de reconocimiento, de los que las tropas y flota británica se valieron en la guerra contra Argentina.
Semejantes elogios al dictador que gobernó Chile entre 1973 y 1990 fueron un alegato de la ex dama de hierro a favor de Pinochet, por entonces arrestado en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón, quien le imputaba crímenes de lesa humanidad.
El nexo entre los militares chilenos de entonces con el Reino Unido lo guió en 1982 el general Fernando Matthei, padre de Evelyn Matthei, que en 2013 fue la candidata presidencial de la derecha que perdió frente a la socialista Michelle Bachelet, y quien desde 2016 es la alcaldesa de la acomodada comuna santiaguina de Providencia.
Como apostilla final podría decirse que cuatro años después de que Inglaterra usara estratégica y militarmente el extremo sur chileno e instalara radares cerca de Punta Arenas, nacería en esa ciudad el actual inquilino de La Moneda, Gabriel Boric, quien ha llamado siempre a las Malvinas por su nombre y sentenciado que son argentinas.
Prohibido olvidar. Cuarenta años después, ya no viven ni Galtieri, ni Thatcher, ni Reagan, ni Pinochet. Y al “principito” Andrés, hijo de la reina Isabel II y otrora piloto de helicópteros, le brotan cada día nuevos escándalos, que van desde estafas hasta corrupción, trata y abusos sexuales.
Pero en la redefinición de un tablero geopolítico internacional hoy inestable y convulso en el Hemisferio Norte, adquieren renovado valor las consecuencias de aquel conflicto armado en el Sur. El despliegue militar de Gran Bretaña o la Otan en torno a las islas, la explotación de sus riquezas petrolíferas y pesqueras, además de la importancia estratégica de cara al futuro y con miras al continente antártico, no pueden soslayarse.
Cuarenta años después, el recuerdo de aquellos hechos se multiplica en actos simbólicos, coberturas especiales y homenajes por los caídos. Fueron 650 combatientes argentinos los que perdieron su vida en esa guerra, 323 de los cuales perecieron por el hundimiento del Crucero General Belgrano, atacado por un submarino nuclear inglés fuera de la zona de exclusión. A ellos habría que sumar 255 soldados británicos y tres civiles. Y agregar los más de 1.200 heridos o los cientos que regresaron con diversos traumas y, sin contención, acabaron drásticamente con su vida.
Cientos y cientos de sobrevivientes, jóvenes de ayer, recibieron en las últimas horas diversos reconocimientos y homenajes, que para otros llegaron tarde y para todos serán tal vez insuficientes. Plazas, escuelas, estadios les aplaudieron e hicieron que sus ojos o los de sus familiares se llenen de lágrimas.
Cuatro décadas después de esos 74 días que marcaron miles de destinos, las Malvinas son una reivindicación que es política de Estado y los planteos de soberanía sobre las islas han superado signos partidarios o grietas. En medio de la tragedia que supone cualquier guerra y del heroísmo con que muchos afrontaron aquellos días, la memoria se torna un deber y transforma el recuerdo en obligación de mantener vivos y con diplomacia inteligente e inclaudicable los reclamos.