En medio del estupor y la congoja en los que se sumían Estados Unidos y el mundo entero por el ataque terrorista que horas antes había costado la vida a unas tres mil personas, un par de certezas emergieron dos décadas atrás, entre los escombros aún humeantes de las Torres Gemelas.
La primera de ellas era la vulnerabilidad y los temores que asaltaron a la población estadounidense, que por primera vez veía en su propio territorio y retransmitidas en vivo, imágenes de horror y destrucción que hasta entonces solo significaban postales de guerras en sitios remotos del planeta. La segunda, tenía que ver con el drástico rumbo que Washington tomaría a manera de una represalia global, y que George W. Bush –un presidente con mandato gris y dudosa legitimidad de origen-, no tardó en anunciar sobre las ruinas del World Trade Center.
De la mano de los halcones neoconservadores que prohijaron el “Proyecto para un Nuevo Siglo Americano”, el combate al terrorismo utilizó los métodos más oscuros frente a quienes tildaba de sospechosos y justificó la “guerra preventiva” en cualquier país al que la Casa Blanca sindicara como una amenaza potencial. Así se inauguraba una guerra de enemigo difuso y con un teatro de operaciones a escala planetaria, cuyo final se anticipaba impredecible, o quizá imposible.
El Afganistán que había derrotado en los años ’80 al invasor soviético, con los muyahidines (guerreros islámicos) a los que la CIA preparó y Ronald Reagan recibió en el Despacho Oval como “luchadores por la libertad”, fue puesto en primer lugar en la lista de objetivos militares.
Primera represalia. La protección que el régimen talibán daba al millonario disidente saudí Osama Bin Laden y su red Al Qaeda –apuntados como autores de los ataques del 11 de septiembre– fue invocada para descargar en octubre de 2001 las primeras bombas sobre suelo afgano. También para lanzar una invasión que desalojaría a la milicia talibán, instalada en el poder desde mediados de los ’90, y buscaría a Bin Laden en algún escondite de la porosa y artificial frontera entre Afganistán y Pakistán.
Este segundo objetivo se alcanzaría recién una década después, el 2 de mayo de 2011. Entonces, el inquilino de la Casa Blanca era ya Barack Obama, quien a meses de asumir en 2009 recibió un prematuro Nobel de la Paz como premio a una prédica antibélica que no tuvo mucho correlato en sus ocho años de gobierno.
Pero volvamos a aquellos días de Bush y los daños colaterales que a escala mundial dejaron los ataques del 11-S. La forma en que cuatro aviones comerciales fueron secuestrados para perpetrar ataques coordinados contra los símbolos del poder económico-financiero, militar y político del país más influyente y poderoso, alimentaron la incertidumbre y no pocas teorías conspirativas que todavía hoy, 20 años después, se reproducen en redes sociales y algunas publicaciones.
Lo concreto es que en medio del terror, Estados Unidos y casi todos los gobiernos occidentales cerraron filas detrás de un mandatario hasta entonces impopular que se convirtió en “presidente en guerra” y proclamó que en esa encrucijada o se estaba con su país o con los terroristas, sin término medio alguno. Con esa lógica, el gobierno de Bush y sus halcones republicanos instrumentaron drásticos recortes de libertades civiles, y avalaron el espionaje interno, así como vidriosas operaciones y traslados de detenidos desde y hacia otras naciones.
A la intervención en suelo afgano, apoyada inicialmente por buena parte de la comunidad internacional, le siguió una ofensiva sobre el Irak gobernado por Saddam Hussein, otrora aliado funcional contra el Irán de los ayatolás, bajo el pretexto de que apoyaba a los yihadistas y que contaba con armas de destrucción masiva.
La guerra ilegal. Ninguna de estas tesis tuvo el respaldo anterior en Naciones Unidas y solo el británico Tony Blair y el español José María Aznar se prestaron gustosos a la foto con Bush en la “Cumbre de las Azores” que dio el ultimátum a Hussein y puso el bombardeo sobre Bagdad en cuenta regresiva, en marzo de 2003.
Dentro de Estados Unidos, casi todos aplaudían al gobierno que prometía derrotar al terror. Entre ellos, el entonces presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, el demócrata Joe Biden, quien cinco años más tarde se convertiría en el vice de Obama y hace apenas 11 meses desbancó del poder a Donald Trump.
Lo que siguió con la guerra en Irak le alcanzó a Bush para una cómoda reelección en 2004, pero minó los avales que su país pretendía alcanzar para rediseñar el tablero de Medio Oriente y consolidar un liderazgo unipolar que comenzó a resquebrajarse. Las torturas en Abu Ghraib o Guantánamo, los vuelos secretos de la CIA, las pruebas falsas contra Saddam, y las posteriores revelaciones de WikiLeaks y Julian Assange hicieron que las marchas en contra de la guerra fueran cada vez más multitudinarias.
La lógica del terror para combatir el terror alimentó la violencia y la extendió a aquellas naciones cuyos gobiernos se embarcaron en la aventura bélica de Bush, que al poco tiempo padecieron en carne propia los ataques del yihadismo. Los atentados del 11 de marzo de 2004 que dejaron casi 200 muertos en Madrid, o los que causaron 56 víctimas fatales el 7 de julio de 2005 en Londres eran acaso un anticipo de lo que vendría años después, no solo en suelo europeo.
La profética advertencia de que podrían crear no uno sino 100 Bin Laden que el entonces presidente egipcio, Hosni Mubarak, hizo a quienes prometían sembrar democracias con misiles no tardó en tomar cuerpo en el Irak ocupado. Las acciones de la rama iraquí de Al Qaeda, comandada por el jordano Abu Musab al Zarqawi, o la irrupción posterior del Estado Islámico, en el “califato” que instaló entre Irak y Siria Abu Bakr al Bagdadi, son apenas capítulos de una trama que no ha terminado.
La caótica retirada estadounidense de suelo afgano, acordada por Trump y convalidada por Biden, tuvo como correlato el regreso al poder, 20 años después, de los talibanes.
Sin discursos. “Para mí, la lección principal del 11 de septiembre es que, cuando somos más vulnerables, en el tira y afloja que supone todo aquello que nos hace humanos, en la batalla por el alma de Estados Unidos, la unidad es nuestra mayor fortaleza”, dijo ayer Biden en un video colgado en Twitter.
Los actos de homenaje en el vigésimo aniversario del 11-S no tuvieron discursos oficiales en ninguno de los tres puntos donde se honró a las víctimas del atentado. En el Memorial erigido en el World Trade Center por quienes murieron aquella mañana de septiembre de 2001, Biden estuvo acompañado por Obama y por el también ex mandatario demócrata, Bill Clinton.
En Pensilvania, donde cayó el cuarto avión que los secuestradores pretendían llevar hacia Washington para estrellarlo contra el Capitolio o la Casa Blanca, Biden estuvo junto a Bush. Y en Virginia, donde se rindió homenaje a los muertos en el Pentágono se sumó su vice, Kamala Harris.
La solemnidad y la emoción de la conmemoración, el llanto de muchos familiares de los caídos, la canción de homenaje que entonó Bruce Springsteen, no fueron suficientes para acallar algunos reclamos. Entre ellos, hubo quienes exigieron con pancartas a Biden que cumpla su promesa de desclasificar archivos que, entre otras cosas, podrían revelar un papel clave de la monarquía saudí en aquel septiembre. O develarían incómodos negocios entre el padre millonario de Bin Laden y la familia Bush por el petróleo. También estaban quienes culpan al actual presidente de una suerte de capitulación en Afganistán que, según ellos, hará más inseguro a Estados Unidos.
A 20 años del día después del 11-S, muchas de las preguntas que invadieron el mundo permanecen. El terror y la guerra, también.