Vino a Argentina a los 41 años pero los cambios que produjo ya duraron más de 120. Se decía que si uno se ponía a conversar con él, durante diez minutos en la calle, te ponía unas semillas en el bolsillo. Si le dabas una hora, te las hacía germinar y si esperabas hasta esa tarde, ya estabas rodeado por una enredadera o a la sombra de un ya prometedor árbol. Indudablemente exageraban.
Pero el francés era tan raro como un perro verde. Sobre todo, verde. Cuando llegó a Argentina, invitado por su amigo Crisol, vino a Córdoba a diseñar un parque de 100 hectáreas. A fines del Siglo XIX, en un país en el que la clase alta argentina intentaba hacer negocios en inglés y se reía en francés, él hizo todo lo contrario.
En su documento se hizo cambiar el nombre, de entrada. De llamarse Charles Thays se hizo poner Cárlos Thays. Sí, con acento, para argentinizarlo más. En una sociedad en la que aún hoy, un siglo después, los Pedros se hacen llamar Peter, los Carlos se dicen Charlies y hasta los Juan se tienden a pasar a Johnnys, el francés Thays lo dejó bien clarito, como para que no hubiera duda alguna.
El hombre era una topadora. Construyó en Córdoba el Parque Sarmiento, los Jardines del Chateau Carreras, parquizó la Estancia La Paz en Ascochinga y levantó el mejor jardín urbano de Argentina: el del Palacio Ferreyra, en la Plaza España.
Hasta las verdes tipas que arbolan el Paseo La Cañada, fueron un hallazgo vegetal suyo, en el norte del país. Cuando lo quisieron contratar para director de Parques y Paseos para que no dejara el país, sorprendió, de nuevo, a todos: dijo que solo lo haría si se concursaba el cargo y no se producía por nombramiento directo. Porque con él, el acomodo no iba. Y así lo hizo. Decía que era mejor vivir en una choza en medio de un bosque que tener un palacio sin vegetación.
A los 41 años conoció a quien sería su esposa, de 16. Ella estaba en la flor de su edad, en la primavera de su vida y, como correspondía a un paisajista y botánico, no pudo menos que enamorarse. Se casaron cuando ella cumplió 18. Hizo caso todos los parques del país, los de 50 estancias, plantó 150.000 árboles. El hombre, pala en mano y semillas en el bolsillo, era imparable. Se fue a caballo con su esposa a Misiones y salvó las Cataratas del Iguazú. Hizo un plan para que fueran el Primer Parque Nacional, previendo que pronto sus terrenos adyacentes serían el futuro fruto de especulaciones inmobiliarias, en las que inversores privados se terminarían quedando hasta con el agua que pasaba por la Garganta del Diablo.
Redescubrió la forma de cultivo de la yerba mate, un secreto de los jesuitas, que se había perdido, fundando así la industria yerbatera argentina, que se importaba de Paraguay y Brasil. Y era el paisajista de ricos y de pobres, ya que si los vecinos le pedían que diseñara una plaza, él accedía con gusto. Cuando no hace mucho un grupo de franceses vino a hacer parquizar un gran emprendimiento, sabían que Carlos Thays era el mejor de todos. Cuando se presentó el paisajista, de unos 28 años de edad, los empresarios, hablando en francés, se refirieron a él como un farsante ya que nadie tan joven podía ser el verdadero Thays. De hecho, había obras de Thays de fines de 1800 y hasta de fines de 1900. El hombre debía de tener al menos 97 años, pero nunca 28...
El paisajista argentino, que los escuchó discutir en francés sin saber que él también hablaba el idioma, tuvo que someterse a una serie de preguntas para demostrar que, pese a su aspecto juvenil, sabía del tema. Y que, sin cirugía plástica rejuvenecedora alguna, Carlos Thays era él. La explicación era simple. Desde aquel Charles o Carlos Thays siempre hubo otro con el mismo nombre. Un hijo, un nieto y el de este episodio, Carlos Thays IV, el bisnieto. Todos fueron paisajistas mundialmente famosos.
Se dice que el parecido con las calles de París que tiene la ciudad de Buenos Aires y hasta algún pequeño sector de Córdoba, por ejemplo en Plaza España, se deben a la arquitectura francesa pero también al diseño y elección de especies de árboles de Thays. Revolucionario, ecologista, imprescindible, cuando falleció este héroe incansable de esa revolución verde que él mismo creó, era tan querido que miles de argentinos despidieron el paso de sus restos rumbo al cementerio. Había muerto el francés más argentino de todos, ese que hizo de ésta, su tierra. Y que con una visión de futuro verde e infinita, llenó de verde las calles, cambiando todo un país.
(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.