Con esto de que en ciertos lugares empiezan a relajarse las restricciones de la cuarentena, no estoy dando abasto para todas las actividades que tenía postergadas y que ahora se han liberado: el viernes a las 9 tenía turno en el banco, a las 11 para hacerme un tatuaje, a las 15 para entrar al shopping, a las 16 en la peluquería, a las 18 con mi dentista y a las 20 con mi tarotista. Llegué a casa justo a las 22, que es la hora en que me toca usar la ducha y desde las 23 hasta la 1 dispongo de la tele para ver Netflix.
Con esta nueva normalidad, termino tan agotado que me voy a dormir mansito como león de circo.
Para todo hay que avisar con antelación, así que la vida se ha vuelto más previsible que un meme de Higuaín. Sabemos que el paro de Aoita va a seguir, que el Suoem va a protestar, que los acreedores de la deuda no van a aceptar ningún acuerdo, que Donald Trump le va a echar la culpa a China, que el fútbol argentino no va a volver, que la plata no va a alcanzar, que nos va a sonar el timbre justo cuando estamos en el baño y que el aguinaldo se va a cobrar el día en que Bolsonaro admita haberse equivocado.
Lo único que nos sigue sorprendiendo es el maldito coronavirus, que pronto será la envidia de la AFI, porque logra colarse tanto en una reunión política del más alto nivel en Buenos Aires como en el almuerzo de un policía con unos operarios del Banco Nación en Villa Dolores.
Si el Covid-19 pudiera escuchar, habría tantos arrepentidos que no alcanzarían todos los juzgados del país para tomarles testimonio. Pero, hasta ahora, se ha descubierto que el virus muta, viaja, ataca, afiebra, oprime, infecta, empobrece y aísla, pero todavía no se sabe si posee la facultad de realizar escuchas ilegales.
Como si la pandemia no diera ya bastante trabajo, el presidente Fernández abrió un nuevo frente con la intervención en la empresa Vicentín y le pegaron más que a un bombo de sindicato. Desde la oposición dijeron que era una medida autoritaria e inconstitucional, algo que podría ser discutible, pero algunos se pasaron de la raya y compararon a Fernández con Stalin, de quien señalan que también habría usado filminas para explicar sus estrategias de combate contra los nazis. Y no faltan los que aseguran que el legendario líder soviético habría tenido como mascota un oso llamado Dylan.
Aunque después el poder ejecutivo escuchó la propuesta del gobernador santafesino Omar Perotti para la administración conjunta de esa firma alimenticia, los diputados nacionales cordobeses que responden a Juan Schiaretti ya habían sostenido una reunión virtual con integrantes de la Mesa de Enlace, quienes les solicitaron respaldo contra cualquier injerencia del estado en Vicentín. Surgieron así mociones como la de que, al momento de votar el proyecto oficialista, los representantes de Córdoba se pusieran una careta de Carlitos Jiménez y comenzaran a cantar: “¿Quiéééén a esa empresa la intervino? ¡Oh, oh, oh, oh!”. Pero los representantes del campo preferían que no dieran quórum y que sentaran al perro o al gato de la casa frente a la cámara en señal de repudio.
El temor de que luego los animalitos pudieran hacer una presentación judicial para reclamar el cobro de su dieta, hizo que se desistiera de la idea. Los dirigentes de Hacemos por Córdoba esperan que el aceite no llegue al río, para desligarse de un compromiso que los sitúa en la misma posición del niño al que le preguntan si quiere más a su mamá o a su papá (pero sin la posibilidad de contestar con el clásico: “Los quiero igual a los dos”).
“Sobre que Llaryora les mojó la oreja a los municipales y los tiene en pie de guerra, lo único que faltaría en la ciudad es un piquete de tractores”, me comentó un funcionario provincial, al que encontré de casualidad en una ferretería, adonde había ido a comprar un alicate “para cortar clavos de acá hasta vaya a saber cuándo”.