Las encuestas electorales son cosa del pasado, pero tienen una incidencia determinante en el presente. Con el avance de las técnicas de inteligencia artificial y la masividad de datos personales volcados a la web es posible predecir con mucha precisión la intención de voto de una persona.
Esta nueva realidad ocupó el centro de la escena en la campaña electoral que llevó a Trump a la presidencia de los Estados Unidos, en 2016.
En dicha oportunidad, entre otras maniobras similares, se conoció la utilización de datos personales de usuarios de Facebook para segmentar a la población en diferentes categorías.
Esta categorización se utilizó para diseñar información específica para cada grupo, buscando inducir a votar por Trump con diferentes argumentos, desde noticias falsas hasta propuestas xenófobas.
En la actualidad, con diferentes matices, la estrategia de segmentación del electorado y adecuación del discurso, que llevan a campañas electorales cuasi-personalizadas, se ha generalizado mundialmente.
En la base de esta estrategia descansa la capacidad de diferentes algoritmos para predecir la intención de voto de una persona en función de la enorme cantidad de datos que dejamos en manos de diferentes empresas, principalmente redes sociales.
Este avance tecnológico ha vuelto obsoletas a las encuestas electorales tradicionales, ya que su construcción metodológica prioriza la reducción del sesgo pero castiga la capacidad de predicción del comportamiento de los votantes.
Es decir, una encuesta probablemente tendrá un error cercano a cero a la hora de predecir el voto final de las personas encuestadas, pero este error de predicción será mucho más elevado en aquellos votantes que no han sido encuestados.
Las encuestas tradicionales tienen serios problemas a la hora de generalizar sus conclusiones.
Si a estas limitaciones se suma el hecho de la alarmante falta de capacidad técnica que suelen mostrar algunos de los encargados de realizar estos sondeos, por error u omisión, nos encontramos en un escenario en donde es frecuente observar dos encuestas con metodología similar, pero con resultados diametralmente opuestos. Y si a estas consideraciones sumamos la falta de ética profesional de ciertos encuestadores, el instrumento pasa a ser una simple herramienta de operación política.
A pesar de su obsolescencia, la realización de encuestas electorales ocupa un lugar central en el debate público, son extremadamente demandadas por los medios de comunicación, su difusión tiende a ser masiva y, en consecuencia, tienen un efecto considerable en la conducta de los votantes.
Por lo tanto, resulta pertinente plantear los requisitos de calidad mínimos que debería cubrir una encuesta electoral para ser considerada técnicamente válida.
En primer lugar, es importante considerar el tamaño de la muestra, es decir, la cantidad de personas a encuestar para que los resultados sean representativos de la población. Este es un aspecto crítico para la calidad de los resultados: no todos los distritos electorales muestran el mismo comportamiento. Mientras más disperso sea el comportamiento de los votantes en algún distrito, será necesario encuestar a más personas. La dispersión hace referencia al nivel de polarización del electorado: mientras más opciones sean consideradas por los votantes, más personas habrá que encuestar para capturar toda la información necesaria. En el extremo, si todos los votantes fueran también candidatos , deberíamos encuestar a toda la población a los fines de capturar todas las opciones posibles.
Con esto en mente, una encuesta que busque conocer las preferencias electora les para una votación nacional debe incluir a personas en todas las provincias, en una cantidad acorde a la dispersión que muestra el electorado local.
Esta estrategia se llama muestreo estratificado. Para mantener un margen de error del 1%, un nivel de confianza del 95%, y tomando como base la dispersión del electorado en la elección nacional de 2015, la cantidad de personas a encuestar en cada provincia debería ser, como mínimo, la indicada en el mapa que ilustra esta página.
Por lo tanto, respetando esta distribución en el espacio, con 1.027 encuestados debería ser suficiente.
Sin embargo, si bien la mayoría de las encuestas publicadas cumplen con el requisito de la cantidad total de casos relevados, la distribución espacial de la muestra suele estar concentrada en el Gran Buenos Aires.
Esto introduce un claro sesgo y lleva a conclusiones no representativas para una votación de alcance nacional. Otro aspecto clave es que la selección de los encuestados debe ser aleatoria.
Es decir, cada persona debe tener la misma probabilidad de ser encuestada. La mayor par te de las encuestas que se difunden en épocas electorales son realizadas mediante teléfono fijo. Una estrategia metodológica sumamente obsoleta, y rompe con este requisito clave. Según datos del Banco Mundial, solo el 22% de la población tiene una línea de telefonía fija en Argentina.
Si se utiliza esta herramienta, con suerte, se logrará conocer solo la intención de voto de las personas con teléfono fijo, típicamente hogares con personas de edad avanzada. Es decir, se estará accediendo solo a un grupo poblacional, y los resultados serán sesgados.
Para peor, no solo se suele utilizar el teléfono fijo como herramienta de contacto con los encuestados, sino que el relevamiento de la información suele realizarse mediante una grabación que solicita marcar un dígito según la opción electoral preferida.
Esta estrategia es sumamente eficiente y permite minimizar costos, pero anula la posibilidad de detectar comportamientos intencionalmente irracionales por parte de potenciales votantes desencantados con el proceso político.
La intervención presencial de un encuestador, en contacto directo con el encuestado, es una herramienta insustituible para detectar la validez de la información relevada.
Por supuesto, existen estrategias metodológicas más elaboradas para perfeccionar la precisión de una encuesta, incluso reduciendo aún más el tamaño de la muestra o perfeccionando su distribución geográfica, pero suelen estar fuera del menú.
El camino más transitado es el del muestreo aleatorio, y verificar las pautas aquí detalladas puede ayudarnos a desestimar encuestas de escaso rigor técnico.
Por último, la principal herramienta para determinar la validez de una encuesta es el prestigio del encuestador. Es frecuente observar en los medios de comunicación a gurúes de procesos electorales que, habiendo fallado estrepitosamente en cuanta predicción han realizado en el pasado, se pasean dictando máximas sobre la realidad actual con una autoridad moral inusitada. En este, como en muchos otros aspectos, la memoria es la principal herramienta con la que contamos para evitar ser engañados.
Juan Pablo Carranza es magister en Administración Pública y licenciado en Economía