Se suele enseñar a ser buen perdedor. Es decir a asumir la derrota con hidalguía. Tiene prestigio y está muy bien visto el insistir sobre reaccionar con serenidad y entereza ante la derrota. Pero de lo que hay poca escuela es de saber ganar. Se lo suele confundir con lo que se debe hacer para triunfar. Pero saber ganar es otra cosa. Es la magnanimidad que debe inspirar a quien acaba de superar a su rival para moverse de ahí en más y para tratar al derrotado y al resto de quienes participan de lo sucedido.
Es alguien cuyas actitudes impregnan a quienes lo rodean. Un ejemplo, una imagen inspiradora. Se trata de un arte sutil que no suele ejercitarse y por eso se producen hechos desgraciados. El mundial de fútbol de Qatar ha sido un laboratorio magnífico para observar a la realidad chapalear en el barro y en la más exquisita ambrosía al mismo tiempo.
¿Qué lleva a un crack como Dibu Martínez, en su momento de mayor gloria como arquero de la selección campeona, a hacer un gesto como el que perpetró frente a una audiencia calculada en más de mil millones de personas al recibir el premio del mejor en su puesto? ¿Qué lo lleva a seguir mofándose del rival derrotado como si no pudiera disfrutar de su propia hazaña sin esa malsana actitud? Es un enigma que se juega en el terreno de la psicología y es puramente individual. Hay personas menos dotadas que otras para transitar por la vida sin que se les note donde renguean. El impulso a la estupidez es más fuerte en ellos que la mesura.
Pero quizás lo más interesante es que las actitudes inconvenientes no pasaron de la anécdota y que uno de los héroes deportivos, por los penales atajados y por la última tapada en el alargue de la final, no pudo con sus desbarrancadas sacar el foco de la mayoría de sus compañeros que distribuyó alegría y buenas prácticas en el arte de ganar. Quizás a la cabeza estuvo el líder del grupo, Lionel Messi.
Porque en su simpleza sabe de sobra cómo vivir el éxito, cómo sacarle el jugo y tomarse hasta la última gota en un goce total. Lo vive como vivió el fracaso cuando le tocó, con tranquilidad, sin sobresaltos, sin excesos. Sabiendo que llegará la revancha y que cuando llegue hay que estar preparado para que ese tren no pase sin poder tomarlo. Y él se lo tomó en este mundial de un modo definitivo. Ya su leyenda excede todo lo conocido hasta hoy. Hace acordar Messi a esas líneas sobre el éxito y el fracaso que le gustaba citar a Borges del poema "If" de Rudyard Kipling:
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no incurres en el odio.
Y aun así no te las das de bueno ni de sabio.
Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de la misma manera...
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y -lo que es más-: ¡serás un Hombre, hijo mío!
El éxito y el fracaso, dos impostores. Y Borges agrega: "nadie tiene tanto éxito, ni fracasa tanto". Messi es un maestro en el arte del buen ganador, porque ha sabido perder. Y cuando se da esa química tan inhabitual del hombre simple en acción, del talentoso en lo suyo que además tiene el aplomo de los sensatos, se establecen circuitos impensados y las mejores voluntades se ponen en marcha.
Y ahí está el ejemplo a seguir. Aclarando que un ejemplo no es algo que mecánicamente da resultados, no transforma lo malo en bueno por sí. Es sólo un espejo donde reflejarse. Se producen hechos mágicos, como el texto de Hernán Casciari leído en la radio y que vale la pena escuchar una y otra vez. Por ahí desliza una hermosa síntesis: "Messi nos hizo felices de una manera tan serena."
Y fue tan perfecto ese modo de llegar al fondo de ese hombre común dotado como nadie para manejar la pelota y dominar su vanidad, ese sentimiento que domina a los varones, que, como un búmeran, le volvió a Casciari el eco del ídolo que había llorado con sus palabras. Todos habían llorado, todos lloramos en algún momento de estos últimos días vencidos por el embrujo de las emociones. Aunque no supiéramos muy bien de dónde venían, a qué heridas respondían. Cada uno a su manera y por sus razones. Quizás una de las subyacentes fuera que por primera vez en muchísimos años pudimos estar casi todos juntos sin separaciones ni facciones convocados por una aventura común, seguir a once pibes corriendo detrás de una pelota y luchando para llevarla hasta la red del rival. Unidos por una felicidad muy primaria, sentimental, primitiva.
Algo similar pasó entre los argentinos que salieron a festejar el domingo después del partido, y el lunes, en el recibimiento. A pesar de hechos lamentables, como el feriado nacional dispuesto por un gobierno desorientado, o los desmanes aislados, ambos hechos cortados por una misma tijera, en la calle la enorme mayoría supo ganar y desplegó su alegría en una ceremonia única, inigualable e irrepetible.
En el mismo momento y en espacios cercanos, porque se desenvolvía un universo variopinto, también salieron chorros a robar, violentos a romper, borrachos a tomar, drogados a obnubilarse, los que no pueden ganar o perder si no hacen o se hacen daño. Los más emblemáticos fueron los que se descolgaron desde un puente arriba del micro de los jugadores. La mayoría casi absoluta de los que estaban en la calle en ese momento ni se enteraron y además saben que eso no se hace.
¿Por qué? Porque no, porque no corresponde, sin explicación. Hay que respetar al otro y punto. Y mi deseo de protesta o festejo termina donde empieza la paz y la libertad del otro a elegir si quiere ir o venir o simplemente quedarse quieto. En el puente fatídico, que determinó que el paseo triunfal de los campeones concluyera y se volvieran en helicóptero, había cientos de personas y apenas alguno se descolgó. Para terminar el debate, las cifras son contundentes, con casi cinco millones de personas festejando en la calle los heridos fueron unos cincuenta. Una cifra que se da en una gresca durante un fin de semana cuando se juega un partido picante en cualquier barrio del conurbano.
Pero además de los jugadores y el público que festejó hay que poner el ojo también en quienes observaron las actitudes de ambos y enjuiciaron. Y ese grupo sí se dividió en dos. Los que vieron en los poquísimos inadaptados violentos, como quienes tomaron y vandalizaron el Obelisco o tantos otros lugares, todo el universo.
Lo suyo fue como una suerte de aleph borgeano al revés: caracterizaron el todo por lo aislado y dictaminaron la no salida, el no cambio. Pero también hubo quienes imaginaron que esa multitud festejando sin dañarse ni dañar y ese grupo de pibes que representan en casi todo un ejemplo a seguir, más allá de algún exceso repudiable, son un futuro posible. Su actitud, su testimonio. Pero hay que trabajar y esforzarse.
Unos ya determinaron que no hay futuro y que esos casos aislados vetan cualquier mejoría. Otros quieren ver en esos signos positivos una luz distante y débil, pero un faro al fin de una dirección a seguir. La realidad no ayuda y sobre todo después de que el jueves el gobierno nacional decidió cruzar una línea que parte el juego democrático pretendiendo desoír un fallo de la máxima autoridad judicial del país.
Como si Messi después del segundo gol francés en vez de poner la pelota en el medio y luchar con todo para llevarse la copa, hubiera incitado en sus compañeros a desatar una gresca para que todo se pudriera. Por eso es tan bueno que además de los Dibu de la vida, que siempre los hay, estén los Leo, que actúan como si se supieran de memoria aquel poema del gran poeta argentino Roberto Juarroz, que alienta a seguir, a respetar la reglas y buscar el camino al triunfo:
¿Cómo amar lo imperfecto,
si escuchamos a través de las cosas
cómo nos llama lo perfecto?
¿Cómo alcanzar a seguir
en la caída o el fracaso de las cosas
la huella de lo que no cae ni fracasa?
Quizá debamos aprender que lo imperfecto
es otra forma de la perfección:
la forma que la perfección asume
para poder ser amada.
(*) Esta columna también se publica en Mendoza Post