L a utopía de un mundo sin fronteras y el concepto de “aldea global”, potenciados por los saltos tecnológicos que hiperconectaron al planeta, hacía rato que tambaleaban.
La revolución de las comunicaciones borró distancias y sorteó las cumbres más elevadas y los océanos más profundos para acercar las realidades más disímiles. Pero su inconmensurable peso globalizador no fue suficiente para eliminar otros límites.
La brecha entre ricos y pobres no se cerró ni en el interior de cada Estado, ni a escala planetaria entre las naciones. Las oleadas de millones de migrantes que pugnan por zafar de hambrunas, guerras y otras penurias han padecido en carne propia barreras, alambradas y rechazos con que la Unión Europea les cortó el camino hacia un destino diferente. Y un desprecio similar experimentaron quienes viven al sur del muro pergeñado por el actual inquilino de la Casa Blanca. Solo los capitales financieros viajaron sin control en estos años. De un lugar a otro, de crisis en crisis, y no precisamente para dar respuesta a las urgencias de los más necesitados.
Hasta que llegó la pandemia del COVID-19, que se filtró por cada resquicio y puso en emergencia al mundo entero, desnudando sus miserias y paradojas.
Reacciones por contagio. “Estado de Emergencia” declaró el primer ministro italiano Giuseppe Conte a fin de enero pasado, cuando se confirmaban en su país los primeros casos del coronavirus que ya hacía estragos en una aislada provincia de China.
“Estado de alarma” declararía semanas después el presidente español, Pedro Sánchez, en un para muchos tardío reflejo de la clase política frente al aumento exponencial de contagios y muertes.
“Estado de contención” invocó Emmanuel Macron antes de proclamar que Francia estaba “en guerra contra un enemigo invisible” y después de su insólito aval a la primera vuelta de comicios municipales en los que más de 40 millones de ciudadanos fueron llamados a votar al mismo tiempo que se les recomendaba quedarse en casa. La abstención de más del 50 por ciento y la derrota de la oficialista “La Republique en Marche” se sumaron al espiral creciente de la pandemia para hacer recapacitar al mandatario galo y aplazar sine die los ballotages pendientes en las ciudades.
Del otro lado del Canal de La Mancha, la actitud del primer ministro del Brexit –el conservador Boris Johnson–, era contraria a “parar” el país para prevenir la circulación del virus. Su postura de postergar la salud de la Nación en aras de la economía, como si se pudiera disociar a ambas, también tuvo cultores al otro lado del Atlántico, con su amigo Donald Trump, y el amigo de éste en Brasil, Jair Bolsonaro, a la cabeza.
En Estados Unidos, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, dijo que las personas mayores (como él) debían estar dispuestas a sacrificarse para no sacrificar la prosperidad de su país. ¿Llegaría a tanto Johnson ahora que dio positivo en un análisis para detectar la enfermedad que tiene a todos en vilo? Claro que para el excéntrico premier, al igual que para Carlos (el contagiado heredero del trono británico), seguramente habrá garantizados respiradores y tratamientos preferenciales a los que no todos tienen acceso.
Y es que si bien el COVID-19 ha sido “democrático” en sus ataques sin distinción de títulos, países, rangos u orígenes, los recursos para combatirlo reproducen viejas desigualdades.
Bajo testeo permanente. En tiempos de coronavirus, los mandatarios tienen sus liderazgos bajo escrutinio. Lo sabe Trump, quien tras salir airoso del impeachment promovido por los demócratas parecía lanzado hacia su reelección inexorable el primer martes del próximo noviembre. Pero, ¿qué dejará la pandemia como huella para entonces? Nadie lo sabe. La feroz propagación del virus en su país y las críticas del sector sanitario ante su indolencia inicial forzaron a Trump a cambiar de actitud. El magnate pasó de minimizar los efectos del virus y priorizar la economía, a culpar a China por todos los males y, después, a defender el distanciamiento. Ahora, bajo presión de lobbies y popes de su Partido Conservador, volvería a ablandar restricciones.
El mandatario norteamericano pidió al Congreso aprobar un paquete de dos billones de dólares para enfrentar la crisis. Medidas inéditas para una situación sin precedentes; como la partida de 300 mil millones de euros que Macron destinará a distintos sectores para paliar la emergencia. O los 200 mil millones anunciados por Sánchez en España. Millones también dispuestos por la Alemania de Angela Merkel, que no tapan la falta de coordinación ante la pandemia del Banco Central Europeo, hoy conducido por la exdirectora del Fondo Monetario, Christine Lagarde, vieja conocida de los argentinos.
La pandemia, y su estela de víctimas y miedos, sigue esparciéndose por un mundo con pronóstico reservado. En Latinoamérica también hubo reacciones disímiles de gobernantes y pueblos.
El presidente mejicano, Andrés Manuel López Obrador, pidió dejar las respuestas estatales libradas a consejos de epidemiólogos e inicialmente se negó a medidas de aislamiento alegando que confiaba en el “autocontrol” de las familias.
En las antípodas ideológicas de AMLO, Bolsonaro desdeñó adoptar medidas de prevención instrumentadas por la mayoría de sus vecinos, minimizando el impacto del virus, al que tildó de “gripecita”; o expresando que sus supuestos efectos eran fake news de una prensa empecinada en sacarlo del Palacio del Planalto.
Mientras se escribían estas líneas, en plena cuarentena argentina, un colega enviaba por WhatsApp el video de un sonoro cacerolazo en Brasilia.
Sin oír voces que reclaman su dimisión o un impeachment en su contra, Bolsonaro insiste en que nada contagiará a los brasileños porque “no se infectan ni sumergiéndose en las alcantarillas”. Mientras, los casos y decesos se multiplican, el coronavirus amenaza con hacer estragos en las favelas y la casi totalidad de los 27 gobernadores estatales de Brasil resuelve tomar las medidas que el Ejecutivo federal ignora.
Contrasentidos virales. Negacionistas del cambio climático o el calentamiento global como Trump y Bolsonaro, partidarios de cerrar fronteras, levantar muros y cercenar derechos a minorías u opositores, argumentan que establecer cuarentenas entraña restricciones personales y comerciales inadmisibles.
El resto del continente profundiza aislamientos sociales con distintos matices y alcances. En Chile, el “Estado de Catástrofe” le permitió al gobierno de Sebastián Piñera diferir el plebiscito constitucional del 26 de abril para idéntica fecha de octubre y, de paso, vaciar las plazas de protestas y reclamos que no se acallaban desde octubre pasado.
En Bolivia, el Ejecutivo de facto de Jeanine Áñez, postergó sin plazos la elección presidencial del 3 de mayo para la que todas las encuestas daban como favorito a Lucho Arce, el candidato de Evo Morales.
Sin embargo, la magnitud de esta crisis no aconseja especulaciones políticas. Cada liderazgo está bajo la lupa de pueblos expuestos a una situación límite, tras la que todos esperan ver un mundo mejor. Cualquier paso en falso o decisión equivocada en el manejo de la crisis pasará inmediatas facturas y parece difícil que el escenario global que dejará la pandemia pueda reconstruirse sin nuevos consensos.
Con más de un tercio de su población recluida, bajo asedio de un enemigo temible, y con enormes interrogantes por lo que vendrá, las redes sociales “viralizan” miles de imágenes y mensajes en estos días.
“Sin gente no hay economía” alegan algunos frente a los que priorizan la defensa de industrias, mercados, comercios antes que vidas. Y, paradoja final, privatizadores conversos –otrora defensores de ajustes y recortes de inversiones públicas– claman por una mano visible del Estado que los rescate del abismo.
Tal vez ahora conciban un nuevo Estado de bienestar, con más derechos que el que antes ayudaron a desguazar. Quizá de una vez y para siempre la Humanidad entera internalice que la salud es un derecho y no un negocio. Se cree más en los milagros a la hora del entierro.
Marcelo Taborda