Vivimos días en que, al igual que en la sobremesa de los domingos en familia, emergen conflictos impensados. No solo sigue abierta la grieta fundacional de la política argentina de la última década, sino que además se han abierto otras que no existían y que ahora, pandemia mediante, se han profundizado hasta separar a la sociedad en mitades que están muy lejos de reconciliarse. Por ejemplo, la que mantiene, de un lado, a quienes pugnan por salir a la calle y despojarse del barbijo con la misma soltura con que la Coca Sarli se quitaba la ropa antes de zambullirse en una laguna; y del otro, a los que se aferran al tapabocas como hincha borracho que no suelta la bandera de su club por más que vayan perdiendo diez a cero.
Detrás de cada postura, comparten la militancia macristas con kirchneristas, ateos con cristianos, los que adoran la pasta frola de membrillo con los que la prefieren de batata, y las fanáticas de Harry Styles con las admiradoras de Justin Bieber. Unos realizan protestas porque “la cuarentena no termina nunca” y los otros se quejan porque “estos giles que salen a protestar nos van a contagiar a todos”. Unos piden que se liberen todas las actividades y los otros quieren volver a la fase 1. Unos cantan “No me dejan salir” y los otros “Yendo de la cama al living”.
Lo más grave es que entre quienes participan de la gestión de gobierno en los distintos ámbitos, también suele aflorar esta línea divisoria, lo que deriva en contramarchas muy difíciles de disimular. Municipios donde el responsable de salud pide a la población extremar los cuidados, mientras que el intendente se junta con los amigos a comer un asado y jugar a la mancha venenosa. O países donde el secretario de deportes libera la continuidad de torneos y certámenes, en tanto que el ministro de seguridad afirma que al primero que vean pateando una pelota, aunque sea de trapo, le van a aplicar gas pimienta hasta dejarlo más condimentado que un chimichurri.
Asistimos, entonces, a opiniones encontradas que, aunque ambas tienen algo de razón, contienen una dosis de chicana que no permite arribar a ningún punto en común. De un lado, los que aseguran que se esconden cifras y que el número de muertos e infectados es mentiroso, para disimular un supuesto mal manejo de la situación. Y del otro, los que argumentan que se exagera la cantidad de víctimas para así justificar la prolongación de las medidas de emergencia. Tratar de que estos dos bandos se pongan de acuerdo podría ser más peligroso que prender el asado después de haberse lavado las manos con alcohol en gel.
En Córdoba, la votación de la reforma jubilatoria hizo que estas contradicciones eclosionaran. Tuvimos protestas gremiales en las que se justificaba la quema de cubiertas aduciendo que “el calor mata al coronavirus”. Y personal de la sanidad que se exponía en una movilización callejera para reclamar… la carencia de los elementos de protección básicos en sus lugares de trabajo. No faltó el vivo que, en medio de una marcha, hizo la observación más insidiosa: “Desde el Panal le apuntaron a los jubilados porque saben que si salen a quejarse, se arriesgan más que si le acercaran la oreja a Tyson”.
Las redes sociales, por supuesto, se han hecho eco de este enfrentamiento entre los impulsores del fin del encierro, que consideran al aislamiento social como la excusa para la implantación de un régimen similar al de los Khmers Rouges en Camboya, y los que quisieran prolongar la cuarentena hasta que la Mona averigüe quién se ha tomado todo el vino. Las medidas acordadas entre el presidente Alberto Fernández y el jefe de Gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta, parecen mostrar que la antinomia entre el Frente de Todos y Cambiemos ha entrado dentro de términos más civilizados. Pero el abismo que divide a quienes disienten sobre cómo enfrentar al coronavirus, se ha ensanchado en todo el planeta y augura un conflicto mundial, con un “eje del mal” donde Donald Trump, Jair Bolsonaro y Boris Johnson meten más miedo que enfermera con jeringa.