Mientras el virus se expande más rápido que la busarda de quienes han permanecido encerrados desde el 20 de marzo, algunas actividades se han ido liberando en las últimas semanas en Córdoba, no tanto para contribuir al adelgazamiento de la población sino para contrarrestar la flacura de los bolsillos.
Cada día se van sumando nuevos rubros en ese cronograma de aperturas con el que debieran coincidir ambos extremos del arco político: desde la izquierda, porque siempre dijeron luchar por la liberación; y desde la derecha, porque consideran que el coronavirus es un invento del comunismo para instalar no ya soviets, sino supermercados chinos.
A la vanguardia de esta salida del aislamiento ha estado nuevamente la clase obrera, que ha venido protestando duro y parejo con el barbijo puesto y golpeando los bombos como si fueran la tibia y el peroné de Gago. Cuando varios de sus dirigentes fueron denunciados por violar los protocolos, adujeron que después de haberse pasado décadas comiendo en puestos de choripán callejeros durante las marchas, su sistema inmunológico se ha fortalecido de tal forma que ni siquiera el ultrasonido de la central nuclear de “Dark” podría afectarlo.
De hecho, los representantes de las compañías Pfizer y BioNTech pidieron expresamente que no se pruebe su vacuna contra el Covid-19 en sindicalistas cuya dieta consista en choris con chimi. “Claro, les iban a arruinar el negocio”, me sugirió una farmacéutica amiga, que es la misma que aconseja a Marcela Kloosterboer.
Quizás envalentonados por esta avanzada de reclamos gremiales que empezaron a reproducirse en las calles, muchos ciudadanos salieron el jueves con banderas y pancartas a expresarse en distintas ciudades del país.
Entre niños disfrazados de Narciso Laprida y automovilistas que contribuían al ruidazo propalando desde sus estéreos la versión del Himno Nacional de la Mona Jiménez, cada uno de los allí presentes tenía sus propios motivos para asistir, que en algunos casos eran incompatibles con los de quienes estaban a su lado, aunque ya se sabe que detrás de los barbijos todos parecemos iguales.
En el Obelisco, por ejemplo, la movilización de tono opositor al gobierno nacional coincidió con una protesta de peluqueros, circunstancia en la que no faltaron interpretaciones suspicaces. “Nos quieren cortar el pelo a la fuerza pero no van a poder, ¡porque somos gorilas y estamos orgullosos de serlo!”, le dijo un jubilado a un cronista de TV, que a su vez se quejaba porque habían agredido a un colega. A eso se sumó un grupo de excombatientes que rechazaba a viva voz que, tras las lluvias, en la Argentina se permitiera la aparición de un arco iris que no fuese celeste y blanco, en tanto que una columna de artistas cantaba “somos actores, queremos actuar” y otra de dueños de locales de pool vociferaba: “Somos pooleros, queremos poolear”. Hasta los monaguillos marcharon el jueves por el centro, en cumplimiento del ruego papal de que “hagan lío”.
Me dicen que en la esquina de Patio Olmos se lo vio al imitador de Michael Jackson practicando la caminata lunar al ritmo de “Color esperanza”, mientras que una caravana de bocinazos en apoyo a Alberto Fernández se cruzó peligrosamente con un tractorazo en respaldo del campo.
En vez de hostigarse, ambos bandos confraternizaron en un fernesazo de apoyo a los bares que estuvieron cerrados durante más de tres meses. Abrazado al monumento a Agustín Tosco, habrían descubierto también a un anciano operario fabril que permanecía escondido allí desde el Cordobazo, tratándose de ocultar de las tropas del Tercer Cuerpo de Ejército comandadas por el general Alcides López Aufranc.
Funcionarios de algunas provincias, por lo bajo, me contaron que pensaban realizar su propio banderazo para rogar que no les saquen ni el IFE ni la ATP, porque si les quitan esos beneficios terminan castigando a los que hacen las cosas bien.
“¿De dónde han sacado esa delirante idea de que hacer lo que corresponde amerita una recompensa?”, le pregunté yo, mientras imprimía para un amigo un permiso de circulación trucho, donde lo justificaba alegando que debía trasladarse para alimentar con insectos a las arañas de la ciudad, ya que perdieron su ración de mosquitos debido a la fumigación contra el dengue.