“Bajo nieve, sin electricidad y sin combustible, la gente prácticamente no tiene cómo mantenerse: la opción es morirse de frío o morirse de hambre”, dice desde Kabul Analía Ramos, ingeniera agrónoma egresada de la Universidad Nacional de Córdoba, quien ha vivido 10 años en esa zona de conflicto. Allí desarrolla un papel clave en la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (Unama).
Analía estaba transitoriamente en Córdoba cuando los talibanes recuperaron el poder el 15 de agosto, pero no dudó en regresar a ese país de cuya gente pidió no olvidarse cuando Afganistán dejara de estar en las portadas de todo el mundo.
El miércoles, Unicef alertó que un millón de niños podrían morir de hambre por desnutrición aguda si no hay una “acción urgente”. Y estimó en 3,2 millones los chicos afganos que sufrirán desnutrición grave en 2022.
Sobre esta realidad en el no reconocido ‘Emirato Islámico de Afganistán’, PERFIL CÓRDOBA dialogó con Ramos, comprometida con ese país que ama y le duele.
—A seis meses de la retirada de Estados Unidos y la Otan, ¿cuál fue la evolución en Kabul y otras ciudades bajo gobierno talibán?
—Puedo hablar de Kabul, más que de otras ciudades, pero calculo que es un panorama parecido. Hubo gente desplazada del interior a Kabul o de esta al interior y muchas casas quedaron desocupadas y estos grupos (los talibanes) empezaron a ocuparlas. Iban edificio por edificio o casa por casa golpeando puertas y si no salía nadie, instalaban a las familias de ellos o tomaban las viviendas como si fuesen propias. Por miedo muchos se mudaron de casa y al volver, no tenían dónde vivir. Lo de las calles de Kabul me ha dolido muchísimo. Hace unas semanas tuve que ir a cerrar una de las oficinas de Naciones Unidas en la Green Zone, donde estaban las embajadas y se hacían las reuniones con los diplomáticos. Vi desde un piano de cola abandonado en el medio de la nieve porque la música no es algo aceptado por ellos, hasta muebles carísimos tirados, o familias instaladas en algunas sedes diplomáticas… Vi los “T-Walls”, esas paredes de cemento que formaban los “anti-blast” (protección contra bombas o explosivos), donde antes había murales y se educaba a la gente para que se vacunase contra la polio, o se escribían los derechos de la mujer, los derechos del niño… Todo eso desapareció y ha sido pintado de blanco, excepto un bloque con una bandera norteamericana en la que están como cayéndose las tiras rojas y las estrellas, al ser empujadas por la gente… Las calles de Kabul antes estaban llenas de banderas afganas y hoy eso ha desaparecido y están solamente las banderas blancas con inscripciones en letras negras (de los talibanes).
—¿Qué fue de quienes tenían negocios o vivían del comercio interno?
—Muchísimos negocios están totalmente cerrados; quizá porque sus dueños se han ido de Afganistán, quizá porque han quebrado, o porque no hay casi dinero en el mercado. Acá los bancos no tienen ni “afs” (afganis), ni dólares y de esto hace más de seis meses. Hay gente que no ha recibido su salario en los últimos siete meses. Hubo negocios con los que yo tenía contratos, para los que la inflación es muy grande y no saben cómo sobrevivir. Si les compro algo, tengo que pagar a un banco y el banco no les va a pagar a ellos. Así que prefieren romper contratos y no vender. La gente tiene mucha hambre. Se ven niñitos recogiendo bolsas de plástico, botellas de agua y me dicen que necesitan quemar eso para calentar las casas, como combustible, porque prácticamente la ciudad está sin electricidad. A la noche tienen muy poquitas horas de luz porque no tienen cómo generarla y las calles están casi vacías, frente a lo que era antes un caos. El precio del combustible ha aumentado tanto que la gente no tiene para ponerle nafta a los vehículos. La realidad es muy dura…
—¿Cómo son las relaciones entre el gobierno talibán y los organismos internacionales que permanecen en Afganistán?
—Es difícil de decir porque prácticamente no han quedado muchas organizaciones internacionales. La mayoría se fue, la mayoría de las embajadas desaparecieron… Naciones Unidas vino a ayudar al afgano y ahora, cuando más nos necesita, nos vamos a quedar. Sucede que el gobierno de facto no es reconocido a nivel mundial y esto trae consecuencias. Se está tratando de liberar ciertas cláusulas que puso Estados Unidos para ver si pueden entrar divisas al país y aliviar la situación, porque hasta quienes tenían trabajo están sin recibir su salario hace siete meses y no pueden alimentar a su gente. Los propios talibanes no están recibiendo sus pagos y esto está causando también problemas para ellos; la economía es un desastre y se suma un invierno muy cruel, en el que nevó mucho. Bajo nieve, sin electricidad y sin combustible la gente prácticamente no tiene cómo mantenerse: la opción es morirse de frío o morirse de hambre. Se calculan en unos 24 millones los afganos que están en riesgo por falta de alimentos. Y acerca del Covid, la mitad de las personas que se animaron y que pudieron pagar un testeo ha dado positivo, lo que anticipa más complicaciones y enfermedades.
—Según tu experiencia, ¿las actuales autoridades han mostrado signos de moderación respecto de las que gobernaron entre 1996 y 2001?
—Por mi propia experiencia puedo decir que sí, que hay cambios. Muchos son bla, bla, bla; dicen que hay educación para las mujeres, pero las escuelas están cerradas o las han dividido, no hay nunca una escuela mixta y las universidades también separan por sexos. Pero hay partes positivas, como mujeres trabajando; las tenemos de colegas y están en sus puestos. Al principio vinieron con escoltas: el marido, el padre o el hijo varón... Ahora las están dejando trabajar más libres. También hubo protestas de mujeres y algunas están pagando un costo alto por ello, pero es algo que no se había visto de 1996 a 2001. A su vez, todos mis hombres, todo mi staff, mis colegas varones, empezaron a dejarse crecer la barba y ahora, como protesta, se han afeitado. Es una forma en que el hombre quiere también manifestarse, pero sigue habiendo mucho miedo… Y hay mucha delincuencia por falta de alimentos, de dinero, de todo. Le está resultando difícil a un gobierno que antes cortaba una mano por robar mantener esa postura, porque su propia gente no tiene qué comer y está involucrada en esta corrupción.
—¿Mejoró entonces el trato a mujeres respecto del fin del siglo pasado?
—Hay un poquito más de apertura y creo que existen dos niveles entre quienes gobiernan: los que participaron en tratados de paz o están más en contacto con el exterior y los que estuvieron en las montañas, 20 años peleando, y ahora están en las calles o pueblos y no entienden de derechos de la mujer…
—A nivel personal ¿cómo has transitado este tiempo y qué esperas para el futuro?
—El 17 de marzo, el mandato de nuestra misión se tiene que cambiar y esto trae aparejados rumores de que mucha gente perdería el trabajo o de que se cerraría la misión. Los cinco grandes de Naciones Unidas tienen posturas muy divididas sobre nuestra participación y presencia acá. Hay todavía mucha violencia. Es difícil entender ahora a quiénes ponen las bombas, a quiénes atacan.
—¿Cuáles urgencias afganas elegirías atender como prioridad y por qué?
—Me resulta muy difícil contestar esto. Algunos dirán el alimento, otros la educación, otros el abrir la economía… No lo sé. Antes yo decía ‘mientras más tiempo estoy en Afganistán menos los entiendo’. Ahora realmente es una situación muy, muy, muy difícil… No sé cómo van a hacer los gobiernos para ayudar, cómo esta gente que gobierna de facto va a permitir esa ayuda y si tienen la capacidad suficiente; una cosa es luchar por llegar arriba y otra es tener un gobierno.