Los ciudadanos afroamericanos tienen el doble de probabilidades de ser pobres o de estar desempleados que sus pares blancos, al tiempo que los trabajadores del primer grupo ganan en promedio poco más de la mitad que los del segundo, según el Centro de Investigación Pew.
Los hogares blancos son por lo menos 10 veces más ricos que los negros, según datos de la Reserva Federal estadounidense recopilados en 2017, en una investigación sobre una brecha que se amplió tras la crisis económico-financiera registrada entre 2007 y 2009. Los negros tienen el doble de probabilidades de perecer en un enfrentamiento con la policía y aunque son apenas algo más del 13 por ciento de la población de Estados Unidos, representan al 24 por ciento de los muertos a manos de agentes del orden en ese país.
El Centro de Investigación Pew también relevó en el año 2018 la población carcelaria estadounidense y constató que los negros representaban el 33 por ciento de las personas privadas de libertad, frente a otro 30 por ciento del total que correspondía a los blancos.
Claro que los blancos constituyen el 60 por ciento de la población adulta del país, frente al apenas 12 por ciento de los afroamericanos. Dicho de otra manera, la tasa de encarcelamiento es seis veces mayor para un negro que para un blanco, una tenebrosa estadística que se liga con la que indica que uno de cada 20 jóvenes negros cuya edad orilla los 30 años está preso.
O con la que muestra que al menos el 19 por ciento de los afroestadounidenses no tiene seguro alguno de salud, lo que explicaría por qué esta minoría fue hasta ahora la más golpeada por una pandemia que ha hecho estragos en Estados Unidos, con más de 121 mil víctimas fatales y cerca de dos millones y medio de contagiados.
En Chicago, la ciudad que alumbró políticamente a Barack Obama, el único presidente negro que tuvo en su historia la Casa Blanca, los afrodescendientes representaban hasta hace unos días al 70 por ciento de los muertos aunque solo constituyan el 30 por ciento de la población de esa emblemática urbe.
Las estadísticas y cifras de diferentes estudios, recopiladas en estos días por la británica BBC o el diario español El País, entre otra multitud de medios internacionales, ya darían para justificar o entender al menos cualquier rebelión u ola de indignados recorriendo las calles o lugares donde tantas iniquidades se producen y reproducen.
Y quien haya leído abrumado hasta aquí estas líneas se habrá tardado mucho menos que los ocho minutos y alrededor de 50 segundos durante los cuales la rodilla de un policía de Minneapolis apretó el cuello de George Floyd hasta dejarlo sin aire para siempre.
Lejos del paseo imaginado. El domingo pasado el magnate Donald Trump cumplió 74 años y, aunque desde los jardines de la mansión presidencial soplaran brisas perfumadas por la última semana de primavera, el ambiente en su país no es el que esperaba para transitar los meses previos al primer martes de noviembre.
En esa fecha se dirimirá una reelección que a principios de este año, y tras el naufragio en el Senado del impeachment que había aprobado la Cámara de Representantes en su contra, parecía casi un hecho consumado. Pero las decenas de miles de muertes que ya causó en Estados Unidos la pandemia y el estallido social que se encendió en Minnesota e inundó medio país tras el enésimo caso de violencia racial, suponen un nuevo escenario de campaña.
Hasta un candidato desangelado como Joe Biden, ocho años vicepresidente de Obama y sobre quien la usina de campaña de Trump hará brotar en breve todo tipo de denuncias sobre comportamientos impropios, pareció rejuvenecer en las encuestas y en la imagen colectiva.
Y más aún cuando parece confirmado que el candidato demócrata, quien cumplirá 78 años el 20 de noviembre, completará su fórmula con una mujer negra cuyo nombre se develará en los próximos días. Automarginadas de la carrera Elizabeth Warren y Amy Klobuchar, ambas senadoras pidieron que la acompañante de Biden sea una mujer negra. La también senadora Kamala Harris, hija de inmigrantes jamaiquinos e indios y de 55 años es la favorita de muchos entre varios nombres jóvenes, capaces de auscultar el clima social del momento.
Y es que el asesinato de Floyd y las muertes violentas a manos de policías que días después sufrieron otro joven afroamericano en Atlanta y un chico de 21 años, hijo de padres argentinos en California, no hicieron más que exacerbar la rebelión de las grandes minorías del país.
Las masivas manifestaciones que enmarcaron los funerales de Floyd extendieron incluso más allá del Atlántico el “Black Lives Matter” (Las Vidas Negras Importan), por más que la estrategia de Trump fuera primero vincular este movimiento con hechos de violencia y saqueos que ocurrieron en varias ciudades, o asociara los reclamos crecientes en su contra a “grupos radicales de izquierda”.
El “No puedo respirar” que Floyd balbuceó en su agonía en Minneapolis se convirtió en clamor durante días en las calles pero aún es prematuro aventurar qué incidencia tendrá ese grito en las urnas. Y las señales que ha dado Trump hasta ahora parecen volver a enfocar su mensaje proselitista en quienes más contribuyeron a que se convirtiera en presidente en las elecciones de 2016.
En aquellos pobladores del país profundo a quienes sedujo con su “Make America Great Again” (Hacer de nuevo grande a Estados Unidos), a costa de un discurso xenófobo o racista, de escaso apego a las tan mentadas “instituciones” que supuestamente encauzarían su conducta una vez en el poder. Un chauvinismo en el sentido francés del término, aunque Chauvin también es el apellido del policía que mató a Floyd.
Mientras lágrimas negras humedecían el asfalto de algunas megalópolis estadounidenses, el mandatario atizaba el fuego y enviaba señales a su electorado más conservador. Pero en este segmento habitan no solo quienes se identifican como “WASP”, acrónimo de White Anglo Saxon Protestant, sino también miembros de algunas minorías, como los hispanos anticastristas que le dieron un respaldo decisivo en Florida.
La provocación como estrategia. El viernes pasado Estados Unidos conmemoró 155 años del fin de la esclavitud en ese país. Ayer Trump fue a hacer campaña a Tulsa, Oklahoma, el lugar donde entre mayo y junio de 1921 supremacistas blancos asesinaron a decenas de ciudadanos negros en una masacre cometida en el que entonces era el más próspero enclave de afroamericanos. Demasiados simbolismos encontrados como para pensar en casualidades.
La carrera hacia la Casa Blanca, donde hace una semana el excéntrico magnate sopló 74 velitas y donde apenas días antes buscó refugio en un bunker subterráneo mientras una multitud enfurecida bramaba en sus jardines, promete más golpes bajos que de costumbre.
El funesto escenario que mezcla víctimas de coronavirus y violencia racial ha situado a Biden arriba en los primeros sondeos, pero esta partida recién empieza. Y Trump, quien llegó a la presidencia aún habiendo obtenido casi tres millones de votos menos que Hillary Clinton (por esas vicisitudes del sistema estadounidense), apenas empieza a mover sus fichas.
Eso sí, no lo tendrá fácil como imaginaba. Menos aún cuando recibe “fuego amigo”, como el de su exasesor de Seguridad John Bolton, que en un libro desnuda costados bestiales de alguien que, entre otras cosas, tiene en sus manos el botón nuclear.