Crónicas de Bustos Domecq (1967), de Borges & Bioy Casares, podría y acaso debería ser leído como un libro de rehabilitación. Si se sigue atentamente el esfuerzo del esposo de Silvina Ocampo por censurar al hijo de Leonor Acevedo, se verá que es posible que Control se haya impuesto a Caos. El diario de Bioy describe la angustia del monitor: "Empezamos un cuento. Inconteniblemente, Borges propende a la burla desaforada"; "Me dicta un párrafo barroco, con la habitual música de Montenegro, y las bromas dentro de las bromas. No hay como detenerlo"; "Escribimos el cuento de Lamblik Formento: Borges propenso a un lenguaje excesivamente burlesco; yo, frenándolo"; "Borges tiende a la caricatura y al estilo de Gervasio Montenegro; a la terminología erudita. Me cuesta mucho contenerlo". Y hasta el propio Borges repara en el diablo que se ha metido en su cuerpo: "Bustos Docmecq empieza a dominarme. Los otros días escribí en un cuento: 'En aquel gran salón había más gente que en el quilombo'".
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Lo que ganamos de esas tensiones, ya lo sabemos: una máquina de destrucción masiva en veinte críticas bizarras cuyo objetivo es la modernidad, que ataca desde una posición clasicista pero en su versión decadente: el barroco tilingo de los que aman el arte pero no a los artistas. La dedicatoria a Joyce, Le Corbusier y Picasso, en tanto "olvidados", es un chiste grueso más (un "brochazo", para decirlo en la jerga de Gervasio Montenegro) que cumple el cometido de hacer su gracia.
Lo que perdimos no se sabrá nunca. Pero estaba claro que el Borges rescatado por Bioy no pudo deslizarse, como hubiera deseado, hacia la experiencia literaria del descontrol y el placer de la violencia mental descargándose sin obstáculos en la broma. Que haya decidido escribir en colaboración con una mitad contenida, incapaz de acompañarlo hacia los bordes del desastre es, sin duda, un ejercicio de delegación de tipo sanitaria, como la que se aplica a sí mismo el borracho que contrata un chofer antes de ir al bar. Ya a fines de 1965, cuando tienen sólo doce textos de los veinte que componen el libro, Bioy le cuenta a su hermosa libreta de delaciones: "En los últimos trabajos debí contener a Borges para que no precipite a nuestro autor en el abismo de la más satisfecha pederastia". Echémosle agua si lo queremos más claro.
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Sin embargo, hasta visto como un premio consuelo, Crónicas de Bustos Domecq es un ejercicio formidable de encantamiento por maldad y de arte de la injuria a través del daño irreversible que causa el humor cuando da en el blanco. "Empotrada en los hombros, la sólida cabeza no se movió". Están defenestrando a Ramón Bonavena, el héroe objetivista (en la vida real podría haber sido Alain Robbe-Grillet) que, con el auxilio del centímetro y la lupa, agota todos los niveles que describen el ángulo de una mesa de pinotea para que su obra aspire "a lo más humilde y a lo más alto: un lugar en el Universo". Una brisa lombrosiana recorre la frase, porque no hay humor ni reacción física al humor sin incorreción. Mejor no imaginar qué hubiera sido de esa frase al borde del reglamento humanista sin el control de Bioy.